La torre más alta del convento es un centinela que vigila desde el flanco norte, aprovechando la pendiente del terreno sobre la que se asienta. Es un escenario amplio y luminoso que se alimenta a todas horas de la luz constante que entra por sus ventanales. Las monjas la llaman ‘torremiramar’ porque desde allí, antes de que construyeran los grandes bloques de edificios, se podía ver el mar con tanta claridad que hasta se adivinaba la nacionalidad de los barcos que llegaban al puerto por los colores de la bandera que ondeaba en el mástil.
Cuando Eduardo Blanes empezó a trabajar en la restauración del convento, el mar ya se no ofrecía en el horizonte como una acuarela extraordinaria, sino que había que buscarlo entre los escasos huecos que dejaban los pisos más altos. Tal vez, en uno de aquellos atardeceres de búsqueda, el joven arquitecto asumió de una vez que aquella ciudad que contemplaba desde el techo del convento mientras trabajaba los detalles de un plano, se parecía más a Beirut que a aquella otra Almería de su infancia, cuando desde los ‘terraos’ se podían rozar con las manos todas las torres de la ciudad.
Desde la casa donde él nació, en la calle de Gabriel Callejón, se podía recorrer toda la manzana saltando de azotea en azotea, y desde la vivienda que habitó desde los diez años, en la calle de Antonio Vico, podía dominar con la mirada los maltrechos muros del cerro de San Cristóbal y la figura del santo que nos protegía desde las alturas. “Lo que a mí me gustaba de verdad era perderme con mis amigos del barrio por el cerro y guerrear entre las murallas contra las pandillas que venían del Quemadero”, recuerda.
Eduardo Blanes Arrufat fue un niño de barrio que pudo disfrutar de los últimos años de las calles sin coches, cuando pasaba uno tan de vez en cuando que salir a la puerta a verlo era un acontecimiento. Su vocación de niño callejero se alimentaba con las amistades del colegio y los amigos del barrio con los que compartía sueños a diario, pero chocaba con el inquebrantable muro familiar. Ser hijo de tendero te marca la infancia porque te exige una obligación difícil de entender para la mente de un niño. Él era hijo del dueño de ‘Casa Blanes’, en Obispo Orberá, que en los años sesenta era aún uno de los negocios de comestibles más importantes del centro. Cuántos días de vacaciones, mientras que los compañeros de juegos perdían el tiempo por los arrabales, a él le tocaba echar una mano en la tienda que le daba de comer. “Yo era el que hacía los ‘mandados’, cuando tenía que ir con un reparto a llevar especias o frutos secos a las tiendas pequeñas de los barrios a las que abastecíamos. A veces, si el recado era en Los Molinos o en e l Zapillo, cogía el autobús, pero la mayoría de las veces tenía que ir andando”, me cuenta.
De sus años de colegio recuerda su paso por la escuela de don Rafael, en la calle Real, y sobre todo, sus estudios de Preparatorio con don Juan Jaramillo, antes de afrontar el Bachillerato. Reconoce que no era un estudiante ejemplar, que rondaba más los terrenos del cinco que los del sobresaliente y que su vocación estudiantil le llegó tarde, cuando en quinto de Bachillerato tomó conciencia de que podía ser brillante. Quizá, en esta decisión de mejorar influyó también su condición de hijo de tendero para intentar tomar un camino menos duro que el oficio de su padre. La historia de aquellos años está llena de hijos de tenderos que se refugiaron en los libros y en una carrera huyendo del sacrificio del negocio. “Comprendí que estudiar era muy importante porque te abría otras puertas y te permitía prosperar”, explica.
El hallazgo de los libros como otra forma de buscar los sueños la había descubierto antes, en sus años en el Instituto, cuando por las tardes, después de la tarea, se refugiaba entre los silencios de la Biblioteca Villaespesa. Allí, embriagado por el olor a libro viejo y a bolas de alcanfor, leyó ‘Oliver Twist’, siguiendo la recomendación de don Félix Moreno, su profesor.
La carrera Como manejaba con atino el compás y los lápices de dibujo, y destacaba en las matemáticas, decidió hacerse arquitecto, carrera que cursó en Sevilla desde el año 1972. De aquellos años de licenciatura recuerda que cada vez que regresaba a su casa al final de cada curso se encontraba con una ciudad distinta, con un trozo de Almería que se había quedado entre las piquetas y otra nueva que nacía, la mayoría de las veces carente de personalidad y sin memoria.
En ese entramado de la Almería caótica que crecía hacia arriba y la vieja urbe que se desmoronaba y se quedaba vacía, estaba el barrio de San Cristóbal, donde Eduardo Blanes tuvo la oportunidad de proyectar sus ideas en los años ochenta. “Se trataba de recuperar la trama urbana del antiguo barrio de las Piedras, que era el auténtico ADN de la ciudad”, comenta. Allí planteó una actuación para que los habitantes del barrio no tuvieran que marcharse lejos y pudieran seguir ligados al lugar donde nacieron en condiciones dignas donde se les garantizara la educación de sus hijos y la sanidad imprescindible. Aquella ambiciosa ordenación del cerro de San Cristóbal se quedó a medias por falta de recursos económicos.
El convento Esa esencia de la ciudad que se iba perdiendo en cada nueva construcción, la pudo rescatar años después, cuando en 1987 inició el proyecto de restauración del convento de las Puras, su gran obra, el trabajo al que dedicó casi veinte años de su vida “Me encontré un edificio lleno de historia pero con un importante deterioro constructivo y de fidelidad histórico-artística debido al paso del tiempo y a las transformaciones que había ido sufriendo”, explica.
Fue un trabajo artesano, donde hubo que cuidar los detalles de forma meticulosa para que el lugar no perdiera su alma. Desde entonces está ligado al convento como un inquilino más, como las monjas de clausura que lo habitan. Conoce como ellas cada rincón del recinto: sus eternos silencios; la algarabía de los pájaros en las mañanas de primavera; los contrastes del claustro, donde convergen todos los siglos de historia del convento; y la eterna luz de la ‘torremiramar’, el espacio sagrado donde las monjas, desde antiguo, suben a bordar y a buscar con la mirada el pequeño trozo de mar que se cuela entre los edificios.
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