Quién diría que por las venas del gran torero que fue Luis Miguel Dominguín corrió sangre almeriense, la misma que sigue corriendo por las de su nieto Miguel Bosé o por las de Francisco Rivera Ordóñez y por la de toda la dinastía torera y artística de los Dominguín, emparentados también con los Ordóñez.
Todo comenzó en Tíjola, donde, coincidiendo con el nacimiento del siglo XX, vino al mundo una niña, Gracia Lucas Lorente, en un barrio humilde donde los vecinos aún habitaban en cuevas.
Al lado de su casa, al final de la calle Ancha detrás del Santuario de la Patrona, estaba el viejo frontón tijoleño, entre patios y corralones, donde los hombres y unas pocas mujeres jugaban a pelota. Allí zurraban en esa época la badana el Zurdo Pocha, el Bubilla y Juan el Rulo a otros equipos rivales de la jurisdicción como Somontín, Bacares y Suflí, en las tardes de domingo, a falta de otra distracción. Y allí también empezó a golpear la pelota de balines contra la pared la pequeña Gracia, antes de que le salieran los dientes.
Sus padres, que trabajaban en la recogida de esparto para el terrateniente Aynat, comprobaban como la hija se iba haciendo grande, con un cuerpo imponente de mujer y con unos músculos fortalecidos de tanto jugar a pelota los domingos junto a otras compañeras. Su niñez transcurrió así entre las clase en el colegio de Doña Rosario, las idas y venidas a la fuente a lavar con su madre y hermanas, las correrías por el mercado buscando al tío del Chambi, las Misas de Gozo en Navidad y, sobre todo, los interminables partidos de pelota en los que casi siempre terminaba campeona. Pero el Alto Almanzora almeriense era en esos primeros años del novecientos una tierra áspera y miserable, donde la mayoría de los hombres tenían que hacer el hato y emigrar a América o a Cataluña, mientras sus familias les aguardaban día a día durante media vida. La Primera Guerra mundial supuso una crisis para los pedidos del esparto en rama que se criaba en los atochales de Tíjola y la familia Lucas Lorente decidió salir de su tierra querida en 1915 y probar suerte en Barcelona primero y unos años después en Madrid.
Los tijoleños prosperaron en la Villa y Corte merced a un trabajo en una fábrica incipiente y Gracia, junto con su hermana Lola, no quiso olvidar la primitiva afición del juego de pelota y siguió practicando en el antiguo frontón Beti Jai, en el barrio de Chamberí.
Tanto es así que Gracia llega a ejercer algún tiempo como profesional de este noble juego muy popular en Madrid y se hubiera convertido en una gran figura si no se hubiera cruzado un torero pinturero en su camino: fue en 1920 volviendo de unos San Fermines, en la estación navarra de Alsasua, donde se conocieron. Domingo González Dominguín (en la foto central junto a Gracia) era entonces un prometedor lidiador que volvía de torear en Pamplona y Gracia, un bellezón de la época, regresaba con su madre de conocer las famosas fiestas.
El flechazo desembocó en un breve noviazgo y en boda. Se establecieron en la calle Echegaray, en el barrio de Huertas, y pronto tuvieron a su primogénito, Domingo, y después a José, Gracia, Luis Miguel y Carmina. Gracia abandonó el frontón y se dedicó a criar a los hijos, mientras su marido iba ascendiendo peldaños en el escalafón de los matadores de toros. Él había salido muy joven, más pobre que las ratas, de Quismondo (Toledo) para hacerse novillero y la suerte le había sonreído, a la sombra de Joselito y Belmonte, las grandes figuras del momento. Gracia, mujer de carácter, presionaba a Domingo para que se cortara la coleta, por el miedo a que sus hijos se quedaran huérfanos. Pudieron más las lágrimas de su esposa que su afición a los ruedos.
En 1926 dejó el toreo y se metió a empresario taurino, al tiempo que compraba La Companza, una enorme finca toledana donde trabajó de niño, que se convirtió en el cuartel general durante décadas del clan de los Dominguín.
Domingo se hizo apoderado de Cagancho y se quedó con el contrato de la Plaza de Toros de Tetuán de las Victorias, en Madrid, y también con las de Toledo y La Coruña. Gracia es la que llevaba las cuentas y le ayudaba en el negocio con una gran habilidad para el regateo. Cuando estalla la Guerra Civil, unos milicianos se llevan a Domingo Dominguín a una checa de Madrid, acusado de falangista. Gracia se va con él, ocultando en el bolso un revólver del nueve corto que afortunadamente no tuvo que usar porque a los pocos días dejaron a su marido libre.
Después de la Guerra, los Dominguín hicieron las Américas, donde los tres hijos iniciaron su carrera como novilleros y el padre siguió de representante de toreros como Domingo Ortega y con la concesión de plazas como la de El Toreo, en México. Los primeros trajes de luces de sus hijos, en la dura postguerra, los confeccionó Gracia con maestría con unas calzonas prestadas por un banderillero refugiado y las chaquetillas blancas las sacó de la tela gruesa de unas sábanas de hilo. De los tres hijos quien más triunfó fue Luis Miguel.
Tardes de toros, en las que la tijoleña se las pasaba al lado del teléfono de baquelita de la finca La Companza, rezando el rosario al lado de sus hijas.
Espíritu indómito
Volvió de vez en cuando a su pueblo natal y a tomar baños termales en Sierra Alhamilla. Enviudó en 1959 y siempre conservó su espíritu indómito e independiente, de joven pelotari que no llegó a más por las circunstancias de la época: “en vez de ovarios tenía cojones”, recuerda Domingo González, uno de sus nietos. Mientras vivió fue el ancla de una gran familia de toreros, artistas y personajes de farándula. Murió en 1990, con 90 años tras romperse la cadera.
En La Companza siguió practicando el juego de pelota hasta una edad avanzada y hasta allí acudían a visitarla frecuentemente sus cinco hijos y 16 nietos, entre ellos Miguel Bosé y la malograda Carmina Ordóñez. Aseguran que nunca perdió el recio acento del Almanzora.
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