Eran ojos oscuros como el jarabe para la tos, penetrantes como una lanza, alucinantes, como los de un mesías guiando a su pueblo. Frasquito el Santo era el Iluminado del Agua Enmedio, que vivía en una cortijada mojaquera, alimentándose de pan de maíz y leche de cabra; el Señor de la Sierra, el Santón al que recurrían los enfermos desahuciados por la ciencia, como la última mata donde agarrarse para poder sanar.
Era alto como una estaca con un semblante de profeta del Antiguo Testamento, con un pañuelo negro cubriéndole la cabeza como un bonete con el que recibía a hombres y mujeres lacerados por alguna lacra.
Vivía en una humilde casuca de adobe y cuentan que multitud de enfermos acudían en interminable romería guiados por la fe y por la esperanza de que el iluminado fijara su magnética mirada en ellos y obrara el milagro de la curación.
Macabras legiones de tullidos, mancos, ciegos, cojos, paralíticos y tísicos con sus carnes lastimadas por el sufrimiento llegaban a su atalaya de Sierra Cabrera y acampaban a las puertas de su casa a la espera de obtener audiencia.
Carros, tartanas y automóviles primerizos esperaban turno en el Sopalmo, Alcandías y la Rambla de Macenas, como si se tratara del mismísimo Santuario de Lourdes, mientras algunos despabilados del negocio express levantaban improvisados despachos de dulces y ponches debajo de las cabrahigueras. Han pasado más de 40 años desde que falleció el tío Frasquito y a los más ancianos mojaqueros que lo conocieron en vida aún les resuena su voz cavernosa, visualizan sus ademanes solemnes y ceremoniosos y tienen grabadas sus frases lapidarias cargadas de bondad natural: “Da, si quieres que te den” o “solo en la soledad se escucha la voz de la verdad”.
Se le recuerda también labrando la tierra o como auriga de una mula lustrosa, enjaezada con cascabeles, que montaba en los días de mercado.
Su hija María negaba que fuese un brujo, ni que hiciese hechizos, ni que recomendara pócimas o brebaje alguno. “Él cerraba los ojos, le decía al enfermo que confiase en Dios y la persona sanaba”.
Francisco Flores García, el curandero más célebre de la provincia en el siglo pasado, nació en 1884 en la cortijada del Agua Enmedio (al igual que aquel Pascual Artero que conquistó la Isla de Guäm en el Pacífico Sur hace casi cien años).
Era uno de los cuatro hijos de Juan Flores el Zahorí y de María García, que trataban de sobrevivir en una tierra yerma sembrando trigo y patatas y criando gallinas y cabras. Parte de la familia del Santo se embarcó en un trasatlántico para buscar un futuro mejor en el lejano Brasil, trabajando en los campos de cacao.
Frasquito matrimonió con otra lugareña como él, Pura Zamora, con la que tuvo seis retoños a los que no podía alimentar con los escasos recursos de la tierra en la serranía mojaquera.
Marchó a Orán en 1917, con la edad de Cristo, a trabajar a jornal en las matas. Aprendió a laborar en silencio, a ver y callar, mientras con la hoz rebanaba los desnudos atochares. Por las noches oraba en su tienda y transcendió, entre la comunidad, su fama de bondadoso y sus poderes para obrar curaciones.
Eran tiempos en los que con la Guerra del Rif habían germinado en la región toda una suerte de morabitos o guías espirituales mahometanos a los que se les atribuía la gracia de predecir el futuro y sanar heridas con orines de vaca y hiel de pichón. Fueron renombrados el Santón del Gurugú y el de La Puntilla.
Frasquito Flores era el contrapunto cristiano de toda esa caterva de consejeros áulicos rifeños y era escuchado con devoción incluso por los propios musulmanes de Melilla que colocaban una imagen con su retrato en la puerta de sus casas para espantar los malos augurios.
El caso del capitán
En el barco que lo devolvía a tierras almerienses en 1926, tras el Desembarco de Alhucemas, se corrió la voz en cubierta de que a abordo viajaba un hombre milagroso. El capitán, aburrido de la singladura, entre puro y puro, bajó a buscar a Frasquito a su camarote. Lo desafió preguntándole las coordenadas exactas de la nave y el curandero almeriense se las repicó al instante sin tener conocimiento de navegación, mientras el capitán sudaba de incredulidad.
El Iluminado volvió a su Sierra con unos ahorros en la alcancía y allí siguió cultivando sus tierras y recibiendo a enfermos desesperados que le prometían el oro y el moro si los sanaba. Nunca cobraba nada, más allá de la voluntad, por eso nunca se hizo rico y tuvo que volver a emigrar. Esta vez hizo el hato camino de Suria, un pueblecito catalán que había abierto unas minas de Potasa y donde fueron a parar decenas de mojaqueros.
Allí, Frasquito trabajaba de día en la construcción de la vía entre Suria y Manresa, y por la noche rezaba y hablaba a quien quisiera oirle, con el viento pirenaico golpeando las puertas y con su barba ya encanecida como la de moisés, bajo la luz de un candil. Regresó de nuevo a su cortijo, Frasquito, el hombre más pacífico del mundo, y eludió una muerte segura durante la Guerra, cuando unos milicianos lo esperaban en Turre. Huyó río Aguas abajo y bordeó la costa hasta llegar a su casa de barro y cañabrava -como las de Macondo- de donde no salió en años.
Por la mañana oía los pájaros cantar mientras cavaba la tierra y por las tardes seguía recibiendo a herniados, paralíticos y anémicos a los que miraba con aquellos ojos implacables y una cruz en el pecho. Inexplicables para la ciencia, para los médicos de su jurisdicción como don Ginés Carrillo o don Bartolomé Flores, sus supuestas curaciones adquirieron veracidad en un ambiente misterioso, entre gentes sencillas, cuya psicología fue manejada por este gurú de cualidades extraordinarias y lleno de bondad.
Hubo en la zona otros curanderos de renombre como el de la Fuente del Moro, tío Andrés de la Tericia, la Cachocha, la Carrica, pero ninguno alcanzó el halo misterioso y celestial del tío Frasquito, que murió en 1973, tras quedarse ciego de unos ojos que miraban como el mismísimo Jesucristo.
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