Informe de La Vanguardia: “La pandemia nos cogió crispados”

Filósofos y politólogos avisan del descrédito de la razón y los hechos en favor de emociones

Trump y Johnson se besan, en el mural pintado en Bristol por los grafiteros Felix Braun y Jack Dones (Peter Nicholls / Reuters)
Trump y Johnson se besan, en el mural pintado en Bristol por los grafiteros Felix Braun y Jack Dones (Peter Nicholls / Reuters)
La Voz
11:43 • 27 abr. 2020

La pandemia nos ha sacudido de forma tan violenta que tal vez esté haciéndonos olvidar en qué punto nos hallábamos antes de la crisis; cuál era el contexto sociocultural, cómo iba evolucionando la psicología colectiva y en qué dirección viraban los valores, las formas de comunicación o la política. Lo cierto es que algunos pensadores, sociólogos y politólogos habían empezado a emitir señales de alarma sobre una nefasta combinación entre abusos tecnológicos y nuevos populismos; sobre el creciente desprestigio de la razón en favor de las falsedades con éxito de audiencia.



Una de las aportaciones más celebradas sobre esa crisis de valores anterior a la pandemia fue la del analista social William Davies (Londres, 1976) en su ensayo Estados nerviosos (Sexto Piso), libro en el que nos explica cómo la racionalidad estaba cediendo espacio a los sentimientos y cómo la verdad se veía seriamente erosionada por el éxito de los embustes y los bulos. Nos habíamos instalado en el imperio de las emociones, con más cancha para el odio que para la empatía. Y así lo sostiene Davies en su ensayo pero también otros muchos intelectuales en trabajos publicados justo antes de la catástrofe del coronavirus. Destacamos aquí, entre otras, las aportaciones del filósofo estadounidense Robert E. Talisse, la especialista mexicana en Comunicación Digital Mónica Nepote o el tecnólogo británico James Bridle. Sus tesis resultan hoy muy valiosas para entender cómo reaccionamos ante la pandemia y qué se puede esperar de nuestras sociedades y líderes.



El triunfo de la mentira



“Los políticos siempre han mentido, pero ahora encuentran más oportunidades de hacerlo con éxito. Así que las mentiras tienen más interés estratégico que nunca”, decía William Davies en entrevista con La Vanguardia. El paradigma de esa nueva realidad es naturalmente –añadía– el presidente de Estados Unidos. Su trayectoria demuestra cómo “un mentiroso que sabe mover a la gente de la forma adecuada puede prosperar en la política”.



Es también lo que siempre llamamos demagogo, definido por Davies como “alguien cuya retórica, personalidad y fortaleza se convierten en lo que le gusta a la gente pese a no basarse en la realidad ni en la honestidad”. Los embustes, herramienta fundamental de la extrema derecha y los populistas, triunfan ahora a tope en los mensajes en red sobre el coronavirus, pero no sin antes haberse hecho fuertes en episodios políticos tan cruciales como el Brexit o la elección de Donald Trump.



Carne de engaño y manipulación



La crisis del 2008 marcó un antes y un después en la creciente erosión de la confianza en las instituciones, las estadísticas, los expertos y la información más o menos oficial: un cuestionamiento muy beneficioso para “figuras populistas que apelan a las emociones como principal fuente de adhesión política”, sigue el mismo autor.



La ola de populismos y xenofobias guarda relación directa con el aumento de la precariedad, la pobreza y la mortandad, así como con “una sensación general de indefensión que hace a la gente más proclive a abrazar opciones extremas”, dice Davies. “Los más vulnerables a las fake news son aquellos cuyas vidas se han venido abajo en términos económicos, y han perdido la fe en los de arriba”. Y el colapso de la confianza afecta sobre todo “a la política y el periodismo; a los representantes de los ciudadanos y los guardianes de la información”.


Sentimiento de pérdida

Para los historiadores polacos Karolina Wigura y Jarosław Kuisz, del Instituto de Estudios Avanzados de Berlín, los populistas son efectivos en Europa y América no sólo “porque compren votantes o manipulen emociones negativas, como el miedo o la ira” sino también por su “habilidad a la hora de identificar y empatizar con los sentimientos de pérdida que los dirigentes progresistas y liberales ignoran o ridiculizan sin tacto”.


Así, mientras los brexiters ganaron el referéndum bajo el eslogan “Recuperar el control” y Trump llegó a la Casablanca con el de “Haz que Estados Unidos vuelva a ser grande”, tanto Jarosław Ka-czynski en Polonia como Björn Höcke en Alemania o Thierry Baudet en Países Bajos basan sus mensajes ultras en la protección de los “valores tradicionales perdidos”. Ahora, en un reciente artículo en The Guardian, Wigura y Kuisz acusan al partido de Kaczynski y al autócrata húngaro Viktor Orbán de aprovechar el coronavirus para limitar la democracia, pero ya meses atrás habían avisado del fuerte poderío de ambos ante la gente por su capacidad de pulsar los rencores de aquellos que se sentían abandonados mientras perdían pie en sus vidas.


La perversión de las redes

La manipulación de las emociones por parte de líderes y dirigentes populistas o extremistas no resultaría muy diferente ni tendría más éxito que el de épocas pasadas de no ser por el cauce y el combustible que encuentra en las redes sociales. Para la escritora y gestora del Centro de Cultura Digital de México, Mónica Nepote –que antes de la pandemia ofreció una conferencia en la Fundación Telefónica y allí conversó con este diario– “hoy las emociones y los afectos se enfocan cada vez más hacia la idea de la competencia, la ira, la descalificación o el juicio”. Y esto ocurre en gran medida en virtud de unas redes sociales que parecen diseñadas “para plasmar la emocionalidad más descarnada”.


El hecho es que por ejemplo Twitter “se ha ido recrudeciendo”, de modo que “la forma de diálogo peculiar que proponía en un principio ha derivado en una enorme burbuja de opinología”. Y, al igual que otras plataformas, “ya no es tanto un lugar de reflexión humanística como un espacio masivo de descalificación y odio donde todo el mundo es experto en algo”. Nepote cita al holandés Gert Lovink, investigador de medios interactivos, para defender la idea de que “debemos controlar la tecnología y, a tal fin, ser capaces de responder con la creación de redes alternativas que protejan la privacidad, no almacenen datos y redistribuyan beneficios”. Para lo cual, eso sí, “hay que decir adiós a los servicios gratuitos” en Internet.


Fascismo y Big data

Esa urgencia de contrarrestar las dinámicas de las grandes redes actuales se ve más apremiante si se hace caso a William Davies cuando establece un punto de conexión entre los populistas de extrema derecha y los dueños de Internet. Ese punto está, a su entender, en la velocidad. Lo explica así: “Los grandes de Silicon Valley se insertaron en la vida de las personas tan rápidamente que no hubo oportunidad de hacer nada”, indica. Y pone un ejemplo: “Google Books copió todos los libros del mundo sin pedir permiso. Luego hubo que negociar, pero ya a toro pasado, cuando era demasiado tarde porque la violación de los copyrights ya era un hecho”, dice. Para agregar: “Yo creo que el eslogan de Facebook es Entra, rompe cosas y vete. Y en algunos sectores políticos hay una celebración de ese tipo de violencia”. Se refiere a los seguidores de la teoría política del nazi Carl Schmitt, para quien la esencia de la política estaba en el momento de la decisión, la inmediatez y la resolución, de manera que –bajo su tesis– los parlamentos eran y son un lastre porque ralentizan y quitan fuerza a las decisiones. “No digo que esto convierta en fascistas” a los dueños de Google o Facebook, matiza Davies, pero ahí deja el paralelismo.


Demasiado polarizados

La pandemia nos cogió alterados y también polarizados, dos caras de la misma moneda. En ello ponía el énfasis el filósofo y politólogo estadounidense Robert B. Talisse, que en su recién publicado ensayo Overdoing Democracy (Exceso de democracia) hace afirmaciones sobre la sociedad de su país que resultan perfectamente extensibles a las de España y posiblemente toda Europa. “La polarización se ha disparado con una animosidad mucho más intensa que en los últimos 25 años”, sostiene. Y, al defender las tesis del libro, precisa que el conflicto entre partidarios de distintas opciones políticas o ideológicas no se debe a un desacuerdo en los temas sino a un puro y simple rechazo emocional y sectario: “Los estadounidenses estamos ahora menos divididos sobre los problemas, pero nos disgustan más intensamente aquellos que consideramos políticamente diferentes de nosotros”, afirma. Lo peor, a su juicio, es comprobar hasta qué punto simpatizantes y dirigentes de una afiliación se retroalimentan en su odio a los adversarios: “Cuando los ciudadanos detestan a aquellos con tendencias opuestas, los partidos se ven obligados a exagerar sus diferencias, a enfatizar la pureza ideológica y vilipendiar a la oposición”.


Lo importante es atacar al otro

Todo esto puede sonarnos aquí. Sin ir más lejos, el historietista catalán Aleix Saló esgrimía estos mismos argumentos al tratar de explicar, en reciente entrevista con La Vanguardia , cómo es posible un partido del viejo orden como Vox consiga hacerse pasar por anti establishment: “Si la polarización ideológica está lo suficientemente crispada, no hace falta que demuestres tus credenciales de luchador ajeno al sistema. Solo necesitas atacar con contundencia al sector que odia tu electorado”. En su nueva obra Todos nazis (Reservoir Books), Saló sostiene que, “desde principios del siglo XXI, la dialéctica política se ha ido convirtiendo en una batalla de desacreditaciones donde el desgaste del lenguaje y la adopción indiscriminada de estrategias de comunicación han abierto las puertas a las guerras identitarias”. Y cuando los partidos que detentaban el poder han visto peligrar el statu quo, “han empezado a hacer suyos discursos extraparlamentarios”. En suma, las exageraciones de estos días sobre la gestión de la pandemia, tanto entre ciudadanos como entre dirigente, sea en parlamentos o en redes sociales, no deberían sorprendernos.


El pernicioso eco de las redes

Robert E. Talisse se pregunta por qué la gente desprecia a los que son políticamente diferentes. Y encuentra la respuesta en lo que considera “un fenómeno cognitivo generalizado llamado polarización grupal”; un efecto por el cual, “cuando hablas sólo con aquellos con los que estás de acuerdo o escuchas sólo noticias que reafirman tus opiniones, te vuelves más radical en tus creencias”. Los entornos online funcionan según él como “inmensas máquinas de polarización” en tanto que permiten y ayudan a las personas seleccionar sus fuentes de información y a filtrar mensajes desafiantes o desconocidos”.


La solución frente a tan perversa mecánica parece tan sencilla como salirse de esas “cámaras de eco” o filtros burbuja que las los gestores de las redes han creado con sus algoritmos en los buscadores de páginas web. Bastaría con un esfuerzo crítico, a base de unos cuantos clics, para exponerse a opiniones más diversas. El problema es que, “una vez las personas se radicalizan, se vuelven menos capaces de comprender puntos de vista opuestos; más propensos a rechazar las objeciones a sus opiniones, y más proclives a considerar a los disidentes como incompetentes y depravados”.


También el escritor y tecnólogo James Bridle subraya el poder de las “cámaras de eco” en Internet. En su libro La nueva edad oscura (Debate), Bridle habla de “un populismo automatizado que da a la gente lo que quiere todo el rato”… sobre todo si es negativo: “Si entramos en las redes y empezamos a buscar información sobre vacunas, enseguida llegaremos a opiniones contrarias a la vacunación”. Y, una vez expuestos a esas fuentes de información, en nuestro flujo de contenidos se promueven otras teorías de la conspiración: las de las estelas químicas, las de los terraplanistas o del movimiento por la verdad del 11S”. Pronto esas opiniones empiezan a parecer mayoritarias y operan como “una cámara de resonancia infinita de opiniones concordantes, con independencia de cuál sea el asunto en cuestión”, dice.


Retorno de lo extremo, gregarismo multiplicado en red, crispación en las bases y la cúspide... Estos son los ingredientes que sazonaban el debate público en los últimos meses del 2019 y las primeras semanas del 2020. Y en esto llegó la pandemia. De forma tal que, por si el virus en sí mismo no diera suficientes motivos para preocuparse, enseguida se desataron los bulos, la histeria sectaria, las teorías de la conspiración y las opiniones extremas e irracionales en torno a la enfermedad y sus efectos, así como a la lucha para frenar su expansión. Visto y leído lo que tantos intelectuales nos estaban diciendo, todo ello se veía venir y no supimos evitarlo. Tal vez estábamos, precisamente, demasiado nerviosos.


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