Tener una fábrica de caramelos en tu barrio era una bendición. Los niños de los años 50 y 60 soñaban con colarse una noche en el obrador de caramelos Rosita, en la calle de la Almedina, y calmar su insaciable apetito de dulces que para muchos era un sueño imposible. Los caramelos eran, para los niños de entonces, una ilusión colectiva que no estaba al alcance de todos.
En la posguerra abundaron las fábricas de caramelos como una forma de subsistencia. Bastaban un par de habitaciones para montar la empresa que se basaba en el obrador y en el mostrador donde se despachaba después la mercancía. En el barrio de la Fuentecica reinó la fábrica de caramelos de José Bretones Berenguel, que competía en aquel tiempo con la fábrica de Manuel Albacete en la calle Gerona, con la de Francisco Márquez en la calle Clarín, con la de Isabel Rodríguez en la calle Granada y con la célebre factoría de dulces del barrio del Reducto, la fábrica de caramelos de José Alvarez Pérez, que fue tan importante que llegó a tener, a finales de los años cincuenta, más de cuarenta mujeres trabajando de la mañana hasta la noche.
Sus dulces se repartían por toda la provincia y llegaron a ser muy valorados en algunas zonas del levante español. Recibía pedidos de toda España y era muy valorado por la calidad del producto y por la formalidad con la que trabaja. En octubre de 1957, cuando la gota fría inundó Valencia, José Alvarez Pérez, el modesto fabricante de caramelos de Almería, tuvo el detalle de perdonarle la deuda que con él habían contraído varios clientes valencianos que perdieron sus negocios por la tromba de agua.
Durante años, la fábrica de caramelos fue una empresa próspera hasta que la dura competencia de las golosinas que venían de fuera, imponiendo su ley con el apoyo de la publicidad, lo obligaron a reconvertir su profesión. Terminó poniendo una tienda de comestibles de la que consiguió vivir hasta que le llegó la hora de la jubilación. Los vecinos del lugar recuerdan con nostalgia los buenos tiempos de la fábrica de caramelos y lo que hubo antes en el mismo lugar: el depósito de redes donde los pescadores guardaban las artes que traían del puerto, o la fábrica de licores que estaba justo enfrente, donde se hacía el popular anís Relampaguito y el coñac Ana Mariscal, muy consumido en las tabernas almerienses de la época.
En esa lista de fábricas de caramelos, la que dejó más huella en la ciudad por la tragedia que la rodeó, fue la fábrica de la Sagrada Familia, que el empresario José Modesto Forniéles Navarro fundó en 1926 en la calle de Granada.
El perfume del azúcar quemada, el olor intenso de los caramelos recién hechos llenaba los amaneceres de la Puerta de Purchena y el barrio de la calle de Granada. No había un aroma más intenso que el que regalaba a la ciudad la fábrica de caramelos ‘La Sagrada Familia’. Valía la pena pasar por la puerta del establecimiento para llevarse en los sentidos un trozo de aquel olor balsámico que convocaba frente a los escaparates a toda la chiquillería del barrio a la salida de la escuela.
La historia de aquella fábrica fue la de su fundador, el joven empresario almeriense don José Modesto Forniéles Navarro, que un día aparcó su tienda de ultramarinos para explorar nuevos senderos. A comienzos de los años veinte, cuando no existía en Almería ninguna fábrica de caramelos, hizo las maletas y se marchó con sus ahorros a Barcelona a aprender los secretos de la elaboración de dulces y chocolates. Trabajó en una fábrica y consiguió que el maestro artesano le revelara algunos secretos para darle a los caramelos un toque original.
En 1926, regresó con su libreta llena de apuntes y de fórmulas magistrales para montar la fábrica de caramelos ‘La Sagrada Familia’, en la calle de Granada.
En aquellos tiempos la venta de dulces seguía anclada en formas tradicionales de comercio antiguo que iban desde el célebre morito que hizo las delicias de la chiquillería novecentista con sus pintorescos pregones, al vendedor ambulante de pirulines fabricados por ellos mismos.
Para seguir la tradición, el dueño de la nueva fábrica de caramelos optó, en sus comienzos, por dar a conocer sus productos de calle en calle. Reclutó a varios muchachos y portando carpetas los envió a vender por el centro y los barrios. Los fines de semana instalaba sus puestos ambulantes delante de las taquillas de los cines Cervantes y Hesperia, y allí, aprovechando el tirón masivo del público y la abundancia de chiquillos, popularizó sus productos en toda la ciudad.
En su fábrica se elaboraban caramelos de frutas, bombones y las célebres pastillas de café con leche que tanta fama tuvieron entonces. Además, contaba con un tostador de café que abastecía de torrefacto a las principales tiendas de Almería. La fábrica de La Sagrada Familia fue referencia en la ciudad hasta que en julio de 1936, en las primeras semanas después del alzamiento militar, fue saqueada y quemada por grupos de exaltados que decían actuar en defensa de la República.
El propietario fue detenido, acusado de religioso y de colaborar con los partidos de derecha, siendo ejecutado en el paraje de La Garrofa en la noche del 14 al 15 de agosto de 1936.
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