Esa fantástica ilusión de la noche de Reyes que nunca pasa de moda

Los juguetes formaban parte de las casas durante años y a veces se heredaban

Rey Mago del kiosco de la Música en la Plaza del Educador en los años 60.
Rey Mago del kiosco de la Música en la Plaza del Educador en los años 60. Eduardo de Vicente
Eduardo de Vicente
20:57 • 04 ene. 2025

En mi casa había una habitación que le llamábamos el cuarto de los juguetes. Allí reposaban los regalos de Reyes que se habían ido acumulando a lo largo de los años. Los juguetes, entonces, nos acompañaban durante toda la infancia y se iban acumulando en estratos por orden de antigüedad. “Este fuerte me lo trajeron cuando tenía seis años y este castillo un año después”, decíamos. Nada se tiraba entonces y tampoco aquellos tesoros que el paso del tiempo iba arrinconando en aquella habitación trastera y en nuestra memoria.



En el cuarto de los juguetes se almacenaban las ilusiones pasadas que nos hicieron felices. No había una ilusión mayor que la que vivíamos en la víspera de los Reyes Magos. Una ilusión que se desataba cuando llegaba el cinco de enero y presentíamos que los de Oriente estaban a punto de desembarcar. Veíamos a los mayores pasar por nuestras calles cargados de juguetes, pero no queríamos entender que ellos eran los magos de verdad y preferíamos refugiarnos en nuestro sueño infantil aunque ya hubiéramos pasado esa barrera de los diez años que entonces era la frontera de la primera inocencia.



Había niños que eran auténticos privilegiados a los que los Reyes Magos visitaban dos veces en menos de veinticuatro horas: los hijos de los funcionarios del Instituto Nacional de Previsión; los hijos de algunos concejales del Ayuntamiento, y los hijos de los maestros de la Escuela de Formación, que en la tarde del cinco de enero, cuando los demás acudíamos al Paseo a verlos pasar, tenían la suerte de rozarlos, de darles un beso y decirles a sus majestades que ese año habían sido muy buenos y se merecían los regalos.



Eran los días de las ilusiones sin diferencias sociales, de la inocencia a granel, de los nervios desbocados y los madrugones de estraperlo. En esencia, el día de Reyes y su víspera conservan la magia que tuvo siempre, aunque hayan cambiado los escenarios y algunas costumbres.  Hoy, los magos llegan cargados de regalos más individualistas, pensados para el consumo interior, en la soledad de un dormitorio. Ya no abundan las familias numerosas en las que un humilde balón era compartido por varios hermanos y han quedado atrás los tiempos en los que los juguetes callejeros eran habituales, cuando los niños competían a ver quién llevaba la mejor bicicleta o el patín más moderno, pero en esencia, los Reyes siguen repartiendo ilusiones parecidas por mucho que hayan cambiado los tiempos. 



Esa sensación de incertidumbre, de nervios a flor de piel, de alegría en estado salvaje, mezclada con la impotencia de sentir que faltan horas para jugar, con la angustia de palpar tan cerca el comienzo de las clases, es la misma que sentíamos hace cuarenta años cuando no manejábamos tanta información. La felicidad en estado puro pasa a la misma hora  que siempre y por los mismos corazones, deja la misma mueca en el alma de los niños y las mismas caras de satisfacción y de sueño en los padres. 



Quizá, una de las grandes diferencias entre ayer y hoy sea la implicación de los niños con los juguetes. Hoy, los regalos son más el pan nuestro de cada día, se ha creado una cultura del regalo que no conocieron otras generaciones. Hoy, la relación es más corta porque tienden a reemplazarse por otros; antes de que el último se haga viejo, el niño ya tiene otro regalo en sus manos que le hace olvidar el anterior. Antes, un juguete nos tenía que durar al menos un año, hasta que volvieran de nuevo los Reyes y se creaba un vínculo sentimental que nos unía para toda nuestra infancia. En mi casa hubo juegos que sobrevivieron a la infancia de todos los hermanos y se quedaron colgados del tiempo en una caja vieja en un rincón cualquiera como un recuerdo imborrable.



Los juguetes llegaban a las casas para quedarse, se heredaban pasando de un hermano a otro y se integraban en las familias como si fueran parte de su historia. No tenían el carácter efímero de ahora. Cuando un juguete se rompía los padres lo llevaban a la tienda para que los arreglaran. 



En la Puerta de Purchena, Almacenes Segura tenía a un reparador oficial de juguetes en su plantilla de trabajadores. Se llamaba Antonio Amat. Por las mañanas ejercía su oficio de cartero por las calles de la ciudad y por las tardes se encerraba en una habitación de las trastienda para reparar con la destreza de un cirujano los regalos estropeados. Si a una muñeca se le descolgaba un ojo, Antonio le ajustaba los contrapesos para que recuperara el aspecto del primer día, le daba una mano de pintura, le retocaba el cabello y el vestido, y la  dejaba como nueva, lista para que volviera a ser regalada en los Reyes próximos. En mi barrio había niños tan pobres que sus padres apenas les dejaban tocar el juguete que le habían regalado. Disfrutaban de él un día, o dos como mucho, y después las madres lo guardaban encima del armario como si fuera un tesoro, para que llegaran intactos al año siguiente.


Cada época ha tenido también sus juguetes fetiche, marcados por las modas de cada tiempo. Varias generaciones de niños soñaron con poder tener un día un caballo de cartón. Fue el icono infantil de los años cuarenta y cincuenta, como posteriormente lo fueron los Juegos Reunidos Geyper, las muñecas Nancy, los trenes eléctricos y los Scalextric, o como ahora lo son los juegos de ordenador. 


Temas relacionados

para ti

en destaque