50 años no son nada o son mucho. Para José María Rossell (Torroella de Montgrí, Gerona, 1945) han sido fecundos: le ha dado tiempo a crear el mayor imperio hotelero de Andalucía y a preparar el inminente salto a América. Hoy conmemora en un acto social en Garrucha sus bodas de oro profesionales.
¿Se ha cumplido todo lo que soñaba cuando empezó?
No exactamente, cuando uno empieza tampoco sabe donde puede llegar. Yo lo que tenía eran muchas ganas de trabajar. Podría haber sido mejor pero también peor.
Nació en una tierra áspera, hijo de un maestro de escuela.
Y huérfano de madre. Al poco nos fuimos a Lloret de Mar, en la Costa Brava. Tenía claro que no quería estudiar y había que trabajar, y lo normal era la hostelería. Empecé de botones con 13 años y lavando coches a los clientes. Me sacaba un buen sueldo. Ese primer hotel se llamaba 'Monterrey'.
Pero en invierno cerraban el hotel donde trabajaba, ¿qué hacía entonces?
Me fuí a Canarias a trabajar en un restaurante y monté también una fábrica de insecticidas. Después me fuí a Alemania, a una Escuela de Hostelería, a formarme y estuve de guía en Túnez.
Fue muy precoz usted.
Estoy orgulloso de haber empezado desde abajo, de haber conocido todas las partes del negocio, nadie me ha regalado nada.
¿Cómo llegó un animoso catalán como usted a Almería en 1967?
Mi hermano Luis, que era muy aventurero, en Cartagena tenía alquilado un restaurante y un pequeño hotel, tenía obsesión por montar un chiringuito en Mojácar y me llamó. Yo le dije que para un chiringuito no iba, pero sí para traer turistas a hoteles.
Y en Garrucha, con 22 años, pone a correr el cronómetro de su vida como empresario.
Llevaba 22.000 pesetas en el bolsillo y arrendamos el Costablanca y Los Arcos, que eran de don Paco Gea. No eran más que hoteles pensiones, con un baño para 19 camas y con agua corriente limitada. No había alcantarillado. Era un pueblo de gente muy amable, muy cariñosa, había mucho tipismo, lo que los turistas europeos buscaban. Cogimos camas también en el Maricielo y en el Parador. Traíamos un vuelo de alemanes para estancias de tres semanas que venían buscando sol y playa.
Aún no había aeropuerto en Almería.
Tuvimos que pedir permiso al ministro del Aire, por mediación del general Cabanillas, para poder aterrizar en el aeropuerto militar de San Javier, en Murcia. Recuerdo que eran los soldados los que transportaban las maletas de los turistas.
Fueron los primeros vuelos organizados que se hicieron en la provincia de Almería.
Totalmente de acuerdo, le llamábamos entonces expediciones, ni siquiera se habían hecho en la capital.
¿Cómo podían adaptarse los ricos alemanes a esa penuria de servicios?
Porque lo que querían era el clima y las playas eran estupendas. Las exigencias en aquella época no eran las de hoy día. Y estaban casi un mes, hubo chicos de Garrucha que se casaron con alemanas y viceversa.
Pero no solo daba cama y comida, se inventó usted también lo de la oferta alternativa.
Teníamos que distraer a los clientes y hacíamos bailes con orquestas como Los Puntos. Pusimos un rentacar que llevaba Petoño; una agencia de viajes; editamos postales que no existían; compré una burra que bautizamos como Bonanza, para dar paseos con los turistas, imitando lo que ya se hacía en Mijas, pero en invierno estaba parada, comía mucho y la tuve que vender, claro.
¿Usted se inventó aquello de Garrucha, sol y gambas?
No, no fuí yo. Lo que si garantizábamos a los clientes es que el día que lloviera le devolveríamos el dinero.
Un tipo de 22 años intentando revolucionar un negocio que aún estaba en la prehistoria y se hizo concejal de Garrucha.
Intenté que ganáramos volumen pero había muchas limitaciones para desarrollarnos, lo de concejal era lo de menos, entonces un concejal no pintaba nada.
Falleció su hermano en un accidente doméstico y decidió cambiar de costa.
Fue muy triste para mí, mi hermano era muy inteligente y nos compenetrábamos muy bien. Vi que en el Poniente, la Urba ofrecía más posibilidades. En 1972 ya se había abierto un primer hotel, el Roquetas, que luego fue Playamar y ya se disponía de 600 camas. En 1976 construímos nuestro primer hotel propio, el Playasol.
Y empieza a explorar nuevos mercados, da la sensación de que todo se le quedaba pequeño.
Es que yo era muy ambiciosos, quería crecer y crecer y reinvertía todo lo que ganaba, creo que eso es ser empresario. Trajimos turistas alemanes, suecos, británicos, austríacos belgas e incluso abrimos algunos vuelos con Estados Unidos. Era una época en la que había más demanda que oferta, todo lo que se abría se llenaba.
¿Qué se conocía de Almería en aquella época?
Nada absolutamente. Yo en invierno viajaba por Europa para poder captar huéspedes para el verano.
Se le ocurrió también poner en valor turístico el poblado del Minihollywood.
Fue producto de la necesidad de ofrecer alternativas de ocio a los turistas. Granada estaba muy lejos, aunque íbamos todos los días. El poblado fue una idea colectiva, pero mis socios se fueron y me quedé solo. También abrimos un merendero de barbacoas en Felix.
También invirtió en un crucero.
Fue una aventura interesante que duró 15 años. Fue el primer barco de cruceros que se construyó en España, en la Unión Naval de Levante, en Valencia, se llamaba Vistamar, pero se quedó pequeño y vendimos.
Siempre ha dicho que la estacionalidad es una muralla insalvable.
Es que yo soy realista, aquí, en Almería, se vende temperatura, nada más. Y en invierno no tenemos los grados suficientes como Canarias o El Caribe.
Con 36 hoteles, 7.500 camas y 3.000 empleados, ¿cuál es su próximo reto?
Abrir un Resort en la Riviera Maya mexicana de 1.000 habitaciones. Hace doce años que tenemos el suelo preparado y queremos hacerlo realidad ya.
¿A quién admira en Almería en el sector hotelero?
Para admirar a alguien en este sector hay que mirar a Baleares.
¿Da vértigo pensar en que a final de mes tiene usted que pagar 3.000 nóminas?
En Garrucha empecé con ocho empleados y ahora son miles. Es mi principal obsesión: ser capaz de hacerlo, conseguirlo, es una gran responsabilidad.
No ha perdido el deje catalán a pesar de los años.
Es que tengo mal oído, no sé asimilar los acentos.
¿Qué espera de sus hijos que ya están al frente de la empresa?
Son buenos chicos, con ganas de trabajar, tienen madera para ser mejores que yo. Solo espero que decidan bien y que sean menos impulsivos que yo.
Y usted, ¿qué espera aún de la vida?
Sigo viniendo a la oficina, aunque no tengo responsabilidad concreta, pero sigo aprendiendo. Esto, aunque lo parezca, no marcha solo, hay que seguir empujando.
Y, ¿qué queda en usted de aquel chaval catalán que llegó a Garrucha en la época de The Beatles con 22.000 pesetas en el bolsillo?
Aunque no lo parezca, tengo la misma ilusión que entonces cuando empecé, con muchos errores a la espalda. Hubo mucha gente que confió en mí sin tener porqué y eso me hizo ser muy responsable e intentar no defraudar.
¿Se ve ya más almeriense que catalán o al revés?
Después de 50 años, me siento mucho más almeriense que catalán, claro.
Semblanza de un pionero del turismo
Hoy llegará a donde empezó todo, a hacer balance, a hacer una parada en el camino, después de cinco décadas de no parar; hoy se dará un baño de afectos, verá a gente que lleva siglos sin ver y pateará calles que atravesó cuando su andar era más juvenil; hoy se bajará del coche que lo traerá desde Roquetas y verá que el Centro Cultural -donde se subirá al estrado a decir unas palabras- era el Cinema de Pedro el Porreras, aquella terraza de verano de la que se quedó con la explotación del ambigú en las noches de verbena amenizadas por Los Puntos o Los Iberos.
Verá también que Los Arcos son ahora apartamentos de veraneo en primera línea, que el Costablanca, aquel primer hotelito que arrendó a don Paco Gea, es ahora un alto edificio con cajeros automáticos y que Villa Sorrento, su primer hogar en la recta de La Gurulla, está igual que hace medio siglo.
Hoy Rossell, el gran Rossell -ese personaje legendario con el que la gente del Levante almeriense hemos crecido sabiendo de sus hazañas trayendo a las primeras alemanas en biquini a la playa del Varadero o de Villajarapa- se apretará la corbata antes de subir al atril a decir unas palabras, no se atusará el bigote porque no gasta, y quizá se acuerde de su hermano Luis con el que llegó de la mano a abrir brecha en un negocio aún inocente, con el que compartió los primeros sinsabores, los primeros éxitos. Se acordará quizá, con las sienes ahora plateadas y la frente marchita, de cuando lavaba coches a los clientes en Lloret de Mar para sacarse un sobresueldo, de cuando le dijo a su padre, maestro de escuela, que a él no le gustaba estudiar, que quería irse a Alemania a aprender hostelería. Y allí, en la fría Berlín, fue fraguando su futuro, tejiendo ilusiones, como la de convertirse en director de un Hilton en alguna ciudad asiática.
Pero la realidad truncó ese castillo de naipes adolescente y el rompeolas de la vida lo empujó a la playa de Garrucha donde trabajó sin desmayo hasta convertirse hoy en uno de los primeros hoteleros del país y en el innovador de una industria que tantos réditos rinde a la provincia. Fue cocinero antes que fraile y se le ha notado, estrujándose siempre la cabeza para obtener ese beneficio que siempre ha reinvertido en nueva riqueza y en más empleo.
Si la vida de un hombre se mide por su capacidad de hacer, no de decir, de construir más que de hablar, Rossell ha alcanzado el doctorado, aunque le rompiera el corazón a su padre aquella mañana gerundense en la que le dijo que no quería seguir yendo a la escuela.
Rossell paga hoy todos los meses la nómina de más de 3.000 familias, quizá mucho más de lo que habría podido hacer por los demás como catedrático de química.
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