Sonó por tarantas un piano negro desde el escenario, arrullado por el nieto de Emilio Esteban Hanza y se descorchó la gala de los empresarios almerienses. Mar Panizo, de color escarlata, desde el atril, derramaba lisura y buena letra en el silencio del Hotel Playadulce, en una sala inmensa, colmada de público de todas las comarcas de la Penibética. Y saltó aguerrido Pepe Cano al escenario para decir que un empresario no es un ogro, que es alguien que crea riqueza y empleo para los demás. “Hay que salir a la calle a gritarlo, para que se entere todo el mundo”. “A las barricadas, señores”, parecía que iba a soltar en algún momento el presidente.
Surgió de la penumbra al atril Enrique (Martínez Leyva), más feliz que un sanluís por el galardón. Y se acordó de su madre Dolores y de sus años entre balates y gallinas, cuando la infancia era su patria. Y de cómo fue, paso a paso, creando un imperio, el imperio de Plataforma, con la pasión que lo acredita y que no ha perdido, que nunca perderá Enrique, porque lleva los genes del empuje de aquella Dolores.
Llegó el turno de Emilio Hernández, el hombre que instaló los primeros inodoros modernos en el Poniente, cuando ya dejó de ser forzoso aliviarse en un agujero. También Emilio se acordó de su padre y de su madre. Y Felipe Gómez se acordó de Antonio Peregrín Mula, quien, en un sofá de Pulpí estaría repasando su vida de nonagenario. Y Paqui, de Almócita, se acordó de la sabiduría rural que hay dentro de un corral. Y Jesús Peregrín, humilde como un caracol, se acordó de la periferia del mundo y de cómo salvar a un niño es como salvar al mundo entero. Y Paco Góngora se acordó de la pasión por el teatro en El Ejido, de los Juglares, de un pueblo que vibra con Talia. Y Jorge, un señor catalán que vive en el geriátrico de Macael, se acordó también de muchas cosas, sobre todo de dejar claro que “como Andalucía no hay nada igual”. Olé.
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