Hasta los primeros años del siglo actual, se celebró en la parte oriental de la provincia de Almería (Vera, Cuevas, Villaricos, Herrerías, etc.) y en un sector de la de Murcia (en el Campo de Cartagena, principalmente), la interesante ceremonia de que hablamos. Costumbre eminentemente campera o minera, consistía en la entrega de la faca por el padre a su hijo el día que este celebraba su 18 cumpleaños. Aquella noche tenia lugar en el cortijo un gran baile, al que eran invitadas las muchachas y los labradores del contorno. Había vino en abundancia; obsequiaba espléndidamente el padre a los concurrentes, como si se tratase de una boda, lucían bailadores, «cantaóres» y guitarristas sus habilidades, y a la mitad del baile se ponían en pie padre é hijo, imitándoles los varones que asistían a la fiesta; se descubrían todos; sacaba el padre la faca de la cintura, desenvainándola pausadamente; formaba una cruz con faca y vaina, cruz que besaba con gran respeto, y luego la daba a besar igualmente a su hijo, y con palabras veladas por la emoción, hacía la tradicional entrega, en esos o parecidos términos: «Hijo mío» Te entrego mi faca. Ella rondó a tu madre cuando yó la pretendí; ella fue siempre mi mejor compañera; con ella aprendí a ser hombre; no ha herido a nadie, ¡gracias a Dios!, ni permita el cielo que tu te veas jamás tampoco en trance apurado, pero con esta faca me hice respetar siempre y supe hacerle honor, por mi parte en todo momento. Que tú cumplas, asimismo, hijo mío, como yó cumplí; que seas digno de llevarla; que imites a tus abuelos, no empleándola mal nunca, y que Dios y su Madre Santísima te amparen siempre…
El hijo juraba cumplir como bueno, abrazaba a su padre, y había un momento de intensa y sincera emoción, que pronto ahogaban el vino y las castañuelas. Continuaba animadísima la fiesta hasta hora muy avanzada, y luego marchaba el hijo con su guitarra y con sus amigos a dar serenatas a las mozas de los cortijos del contorno, y cuando empezaba a despuntar el día, a su casa (a veces «con cuatro copas de más»); le esperaba el padre, recordando y añorando también sus buenos tiempos; lo acostaba y velaba cariñoso si sueños hasta que él también caía al fin rendido…
He aquí ahora unos detalles, a título de curiosidad:
Antes de recibir la faca- «de ser armado Caballero», podríamos decir- se guardaban mucho los mozos de salir de noche, de tener novia y de fumar. Por cualquiera de estas cosas les habría abofeteado su padre. Una vez recibida aquella «alternativa>, ya eran hombres libres y en cierto modo independientes.
En Cuevas y sus alrededores se daba gran importancia en cuanto se relacionase con la curiosa ceremonia y con el arma que en ella se entregaba. Existía aquí una «dinastía» de fragüeros - «templaores», se les llamaba en el país- que se dedicaban exclusivamente a la fabricación de las renombradas «facas de canales». Conocían el secreto de su temple especialísimo y formidable, temple que no superaron ni los mejores toledanos. Dicho secreto se transmitía de padres a hijos, sucesivamente, como una bien cuidada y tradicional herencia. Yo conocí al último «templaor». Muchos hijos de Cuevas del Almanzora le recordaran también seguramente. Le apodaban Emilio «el Facas».
Cuando vendían una herramienta de este género, la probaban siempre los «templaores» a la vista del comprador. Consistía la prueba en colocar una moneda de cobre de diez céntimos sobre una mesa de madera. El «templaor» asestaba a aquella, con una precisión admirable, una puñalada, que la atravesaba por completo. Reconocía entonces la punta afinadísima del arma. Si no se había roto ni torcido, exclamaba satisfecho: < ¡De recibo!> Como el golpe le ocasionase el mas ligero desperfecto, no la vendía, sin templarla nuevamente, ni por su precio -también tradicional: catorce reales, a que se cotizaban siempre- ni por ninguna cantidad, que le ofrecieran por importante que ésta fuese. Su honrilla de «templaor> estaba en él muy por encima del afán de lucro del comerciante.
Otro detalle curioso: En toda la zona a que venimos refiriéndonos, la faca era el arma noble, algo así como la caballeresca arma medieval. La pistola, en cambio, estaba aquí considerada como un arma despreciable y canallesca. En sus luchas, la gente del campo y los mineros empleaban siempre la faca como una espada de combate. Tenía su especial «código del honor» …Cuando uno caía herido, el vencedor le ofrecía de plano la hoja de la faca para que la besara. Si así lo hacía el vencido, el otro se apresuraba a levantarle del suelo, lo acompañaba a su casa, lo curaba y lo cuidaba solícito, y por enemistades que hasta allí tuvieran, se borraban en el acto todos los rencores y volvían a ser amigos sinceros y cordiales. Si al ofrecérsela no besaba el caído la faca del vencedor, éste, indignado, le asestaba «el golpe de gracia…».
La ceremonia de la entrega decayó, como decíamos, en los primeros años del siglo actual y se perdió por completo en la época del Directorio del General Primero de Rivera, al prohibirse terminantemente por su Gobierno el empleo de esta clase de herramientas. Yo que fui siempre amante de lo tradicional y lo pintoresco de nuestro poco conocido país, rogué a mi gran amigo el Poeta de Sotomayor escribiese una poesía, una especie de «canto a la faca», que diese a conocer y que perpetuase tan interesante costumbre, y Sotomayor, siempre amable conmigo, me enviaba a los pocos días la siguiente admirable composición, en la que describe de modo insuperable y con brillante colorido y realismo la ceremonia a la que hacen referencia estas cuartillas.
Sirva, pues, aquella como broche magnifico a este modestísimo trabajo, que escribí a vuelapluma, sin pretensiones literarias de ningún género y solo con el propósito de divulgar tan curiosa costumbre y de complacer a otro amigo mío muy querido, que me pidió para su publicación en «Almería» estas notas.
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