Conocimos la calle de las Tiendas cuando era imposible encontrar un local vacío y cuando los comercios sobrevivían durante décadas en el mismo lugar y en manos de los mismos dueños.
Hasta los años setenta, el lugar conservó intacto su alma de zoco, cuando para nuestros ojos nos parecía el Zacatín de Almería, mucho más humilde, mucho más pequeño, pero con ese aroma que dan los negocios y el río constante de gente que por allí transitaba a diario.
Muchas de aquellas tiendas venían de antiguo como Confecciones Crespo y el bazar del Valenciano, que aún se mantienen abiertas; o como el comercio de la familia Segura que era el que más dependientes tenía junto al Blanco y Negro, y el más versátil, ya que era mercería durante diez meses y en diciembre se convertía en una de las jugueterías de referencia de la ciudad.
Entre los negocios históricos estaba el Blanco y Negro, con las mejores piezas de tejidos que tanto utilizaban las modistas de los barrios, y la tienda de la Sirena, que comenzó en un pequeño local de la misma calle hasta que en 1970 inauguró una gran superficie en el piso que la empresa levantó sobre el solar de la tienda de ropa San José.
En los buenos tiempos la calle de las Tiendas comenzaba en la esquina de la Tijera de Oro, el gran almacén de tejidos y confecciones y en el establecimiento centenario de la tienda de los Cuadros, en la acera de enfrente. En ese tramo de calle, antes de llegar a la iglesia de Santiago, estaban la perfumería Danubio, los sombreros de Rosales, tres tiendas de tejidos: Fulpesa, Minerva y Rosaflor, y haciendo esquina con la calle de Hernán Cortés, el pequeño semisótano de Foto Rojas, donde íbamos a sacarnos los retratos para el carné de identidad antes de que se pusieran de moda las máquinas del ‘fotomatón’.
Enfrente de los fotógrafos se alzaba la gran tienda de Marín Rosa, con su esquina circular a dos calles.
Allí se estrechaba la calle de las Tiendas y recuperaba su condición de zoco estrecho y lleno de vida. Enfrente aparecía Calzados Garach y en mitad de la calle el mencionado almacén de Pablo Segura, con sus escaparates llenos de ovillos de lana y calcetines.
Había un sastre, Campoy, y un relojero, Amezcua. Una de las tiendas más llamativas era la de la armería Ibáñez, con sus viejos mostradores de madera con cristal donde se podían ver las navajas de Albacete, los artículos para caza y pesca y aquellas barajas de Heraclio Fournier que no faltaban en ninguna casa cuando las familias se reunían todavía en torno a la mesa de camilla para echar una partida.
En la calle de las Tiendas estuvo tejidos Gálvez; la sombrerería de Leal, que sobrevivió décadas en un espacio diminuto donde vendían los sombreros y las boinas que tanto utilizaban las gentes de los pueblos; la relojería de Santos; Casa Martín, donde vendían las cacerolas; Bazar Almería, donde íbamos a comprar los recambios de las gomas de la olla Exprés, y la tintorería La Española.
En los buenos tiempos, cuando llegaban los reyes y unos días después las rebajas de enero, la calle se convertía en un río de gente y a primera hora de la tarde era imposible transitar por ella.
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