Un inspector de enseñanza, que recorría la Penibética a lomos de caballería, llegó con el corcel muy fatigado hasta las breñas empinadas de la serrana María. Bajo el dintel del caserío almeriense, se demoró un tiempo en apaciguar al animal en la Fuente Pascual, justo al lado del antiguo Hospital de la villa, que hacía las veces de Escuela municipal.
Era una mañana como otra cualquiera de 1900 y el funcionario, con gesto mohíno, ingresó en la clase con la intención de seguir anotando datos monótonos para el Censo del Analfabetismo en España que estaba actualizando el gabinete del nuevo ministro de Instrucción Pública, el pseudoalmeriense Antonio García Alix.
Allí, junto a la pizarra, se encontró el funcionario a Juan Aliaga Serrano, un docente de ojos despiertos que le invitaba a hacer de corrido a los alumnos todas las preguntas del test. Así fue como el visitante comprobó -después de merodear por la aritmética y la gramática parda- que en ese colegio el nivel era de sobresaliente.
Y cuando completó el sondeo en la calle, con la libreta y el lápiz en la mano, entre un porcentaje reglado del vecindario adulto, cayó en la cuenta de que en ese pueblo extraviado y montaraz, no había ni un solo analfabeto: todo el mundo sabía firmar y leer, algunos de forma atropellada, y sumar y multiplicar, de memoria y con palitos. El inspector informó en un despacho al jefe de gabinete del Ministerio de aquel caso exótico en la umbría almeriense, se corrió la voz de ese portento y el rector de la Universidad de Granada expidió oficio a fin de que se formase expediente para conceder al creador de esa instruida arcadia, al humilde maestro de escuela, la Gran Cruz de Alfonso XII.
Juan Aliaga, que ejerció durante 49 años ininterrumpidos un humilde magisterio en su pueblo natal, era de la estirpe de aquellos viejos maestros incógnitos que había en cada rincón de España -como ese Fernán Gómez retratado en La lengua de las Mariposas- entregados como novicios a la neurálgica tarea de moldear a los hombres y mujeres del porvenir.
En esos tiempos remotos -como ahora en los de la actual república digital, eso no ha cambiado al menos- el municipio que contaba con un buen profesor, tenía el tesoro más grande que se le puede conceder a una comunidad.
Por los pupitres de la escuela de don Juan, durante medio siglo, pasaron los padres y después los hijos de esos padres y después los nietos (tres generaciones casi completas) y consiguió que María, en términos relativos, fuera el pueblo con más hijos con título universitario de la provincia: más de un centenar entre 3.000 habitantes de entonces.
Arquitectos, médicos, ingenieros, telegrafistas, abogados, canónigos, veterinarios, maestros como él, aprendieron sus primeras letras, dominaron el álgebra, descubrieron el curso de los ríos y sus afluentes, conocieron las civilizaciones griegas y romanas, asimilaron las declinaciones del latín y los elementos de la tabla periódica, en el pupitre de ese benemérito pedagogo que tenía -según su nieta Pilar Aliaga del Río, que aún vive- la paciencia del santo Job.
El protagonista de este cuento real nació en María en 1849 en una familia de cinco hermanos. Su abuelo Victoriano había sido síndico municipal y su padre, Antonio, consiguió reunir un buen patrimonio con varias fincas de cereal y ganado ovino. Pudo vivir, Juan, del rento de los aparceros, pero prefirió estudiar y obtuvo el título de maestro elemental el año de La Gloriosa, con el que comenzó su actividad pedagógica en la escuela de su pueblo, tras obtener el número uno en las oposiciones celebradas en Murcia.
Era una época revuelta, de luchas entre carlistas y liberales, con los cantonales de Cartagena, arrasando pueblos y aldeas, el avispero de las dos España en todo su esplendor, mientras ese maestro, en un pueblo remoto de caminos de herradura, se aplicaba a la hercúlea tarea de abrir la mente de sus alumnos, a los que llamaba de usted, de inocularles el virus de la ambición en la vida y de sembrar en su alma infantil la simiente de la duda metódica.
Don Juan se casó con Plácida Navarro Motos, pero pronto se quedó viudo con cinco niños pequeños a su cargo: Luis que fue cura en Cantoria y canónigo de la Catedral de Almería, Clotilde, Antonia, Juan y Jesús, también maestros nacionales.
Entre las anécdotas de su fértil vida, cuentan que cuando un alumno no aparecía por clase, iba él mismo a buscarlo y a reprender a sus padres, y si alguno estaba enfermo, le tomaba la lección en su casa, sin dejar pasar ni un maldito día sin que aprendieran algo. En los meses de la siega y de la trilla, cuando los muchachos ayudaban a sus padres con el grano, don Juan se desplazaba a la era de los cortijos, sudando bajo el sombrero, con el libro de cuentas preparado y cuando la nieve del invierno cerraba caminos en Las Cañadas de Cañepla, en el Cerro del Muerto o en Podridos de abajo, don Juan recogía a los infantes con su borrico como un bombero rural y los conducía hasta la clase. Se empeñó también en que no pasara por la caja de reclutas del Servicio Militar ningún mozo de María que no supiera leer y escribir.
Vivió toda su vida entre tinteros y mapas de la Península, teniendo por horizonte tras los cristales la espina doblada de centenares de velezanos en feraces campos de trigo y cebada, soplando con su boca los sabañones de su alumnado, manchándose el gabán con la tiza- como le ocurría al viejo Machado en tierras de Soria- con la que escribía los problemas en la pizarra. Así convivió medio siglo, con esa labor terca y callada, entre esos zangolotinos de flequillo rebelde y pantalón corto, saturados de hormonas y acné, con un salario de 50 pesetas mensuales.
Su escaso tiempo libre lo dedicaba al arte de encuadernar y a leer ensayos en su copiosa biblioteca o a frecuentar la tertulia del bar de Julio, en la Plaza, durante las estrelladas noches del verano mariense. Don Juan, uno de esos desconocidos apóstoles almerienses de la pedagogía, se jubiló con 70 años una mañana cualquiera de 1919, tras recibir también la Cruz de Isabel la Católica por Real Orden de 1889, ocho votos de gracia de la Junta Provincial y nueve comunicaciones laudatorias, tras casi cinco décadas de servicio, y en 1924 fue designado alcalde.
Ese mismo año, el pueblo entero y su legión de alumnos tributaron al venerable maestro, un cariñoso homenaje: pusieron su nombre a la calle El Collado donde nació, colocaron una lápida en su memoria en el Colegio, le dieron el título de Hijo Predilecto y le regalaron un álbum de firmas primorosamente editado. Asistieron antiguos discípulos como Arturo Mateos, Bruno Ballesteros, Santiago Navarro, Emiliano Alías, Luis Navarro, Pedro Mateos, Juan Pedro Pérez, José Tomás Motos, Mariano García, Pedro Serrano, y el párroco Herminio Motos. Falleció en 1927, con un funeral que marcó época, y treinta años después le dieron también su nombre a la biblioteca de su querido pueblo.
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