En esa época del año en la que la siega quedaba muy atrás, los vegueros de Almería se acercaban a la feria a comer pasteles. Y allí estaba siempre de guardia la casetilla de El Once de Septiembre. Las mellizas Elvira y Carmen y su tío Paco montaban los veladores antiguos de mármol y disponían las sillas de anea. Ponían jarras de agua fresca y botellas de anís El Mono. Enchufaban Radio Almería con las coplas de entonces de Antonio Molina y Juan Valderrama y gritaban esas familias enteras de agricultores frente al Parque de San Luis: ¡venga niña ponte una bandeja de dulces para todos y otra caja de medias lunas para llevar!
La pastelería la abrió Francisco García Molina, natural de Gádor, y su mujer Ignacia Gómez, en el año 1891, en la Rambla Alfareros. Salió de su pueblo con más hambre que un titiritero y entró como aprendiz en La Sevillana, una pastelería antiquísima del siglo XIX almeriense. El día que la familia gadorense lo tenía todo preparado para abrir el primer negocio por cuenta propia, salió la famosa riada y el establecimiento quedó inundado, aunque sobrevivieron, por eso, en recuerdo de que salvaron la vida, bautizaron la pastelería con el nombre de ese día: El Once de septiembre.
Después, esta señera pastelería se trasladó a la calle Castelar, junto a la Plaza de San Pedro que es donde ha permanecido hasta ahora. Durante la guerra, la confitería se mantuvo abierta, aunque había poco que vender. Un día hicieron dulces de harina de maíz y se formó una cola que tuvieron que controlar los guardias.
Vendían entonces lo que podían, no solo dulces: alpargatas, rempujas y hasta colonia que hacía la tía Paca con ayuda de Francisco Carretero, un químico amigo. Había entonces una economía de trueque. Comían lentejas del doctor Negrín, ¡resistir, resistir! e iban al campo de Dalias a por acelgas con un borrico que compró el tío Paco que se llamaba Lucero. El obrador de la confitería se convirtió entonces en una cuadra para las bestias.
Después de la guerra volvió la esperanza a las calles de Almería, a pesar de las penurias cotidianas. Los obreros de la tienda volvieron a su trabajo. Había mucha alegría por la Liberación y cuando las hermanas mellizas vendían el género, por la tarde se iban al Parque de paseo.
En esa legendaria pastelería trabajaban ocho obreros en un horno de leña que no paraba de sacar guarnición. Hacían el pan de aceite y el tocino de cielo, que era gloria bendita. Tenían una vajilla que compró el abuelo de La Cartuja de Sevilla y fuentes de loza, que llevaban hasta orinales. El fundador murió en 1945 y continuó este dulce negocio su hijo Francisco García Gómez junto al resto de sus hermanas, entre ellas la madre de Carmen y Elvira. El padre de las mellizas más dulces del centro de Almería murió muy joven, de una afección de hígado, cuando las niñas tenían diez añillos. Con esa edad empezaron a trabajar en la pastelería, aunque también asistían a clases en la Compañía de María con la maestra doña María González de la Mota. En el obrador laboraban con arte operarios como Francisco Martínez Treviño, Francisco Rodríguez, Humbertino Cosentino, Juan Clusella y José el Hornero.
En las tardes de toros había bulla en la pastelería: la gente se proveía de medias noches y los dulcecitos para el postre. La confitería vendía también las célebres cestas de mimbres paras las recién paridas. Estaban compuestas de una libra de chocolate, pan de bizcocho y pasas. Era un regalo tradicional entre la gente del campo.
Era costumbre que los clientes de El Once de Septiembre, después de tomarse los pasteles se sirvieran un vaso de agua fresca de una fuente de pitorro que había en el interior de la casa. Ellas, Elvira y Carmen, no tenían tiempo para ir a los toros, ni siquiera para casarse, siempre estuvieron cuidando de sus mayores. Pero iban a ver salir los toreros del Hotel Simón: Manolete, los hermanos Dominguín y hasta Lola Flores. Había siempre coches grandes y negros en la puerta del Hotel. Tenía una escalera altísima, en dos tramos y las tardes que había corrida se arremolinaba mucha gente para ver a los toreros de renombre. Los camareros les encargaban volovanes, que eran unos pastelillos rellenos de hojaldre.
Eran tiempos en los que la gente era feliz endulzándose la vida con una pastilla de chocolate artesano, con el tocino de cielo para los más pudientes, las capuchinas, las barretas de almendra y avellana para el Corpus. Los escaparates se llenaban el día de San José y la gente era feliz con un simple bizcocho en la mano.
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