El Café Colón era mucho más que un café provinciano de tertulias a media tarde y vocalistas con orquesta al anochecer. El Café Colón llegó a ser también un templo para la juventud de Almería que en su salón de juegos encontró el refugio perfecto para emplear el tiempo libre.
La sala de billares era un centro de reunión permanente. Bajo una espesa niebla de humo de cigarrillos se organizaban grandes partidas donde los dioses de la carambola se jugaban su cetro cada fin de semana. Allí dentro reinaban a solas los hombres, desafiando su habilidad con el taco y las bolas. Por allí pasaron auténticos maestros del billar que cuando entraban en acción desataban pasiones; era imposible encontrar un sitio libre en la sala y entre los espectadores se formaban corrillos de seguidores esperando la sorpresa de una jugada maestra.
El Café Colón fue también uno de los primeros escenarios donde llegaron las mesas de fútbol de salón. Las primeras se montaron en el otoño de 1950 en el Colón, en el Café Español y en el Hogar de Falange, frente al cine Hesperia. Si el billar era un juego más clásico, más recogido y elitista, solo al alcance de los más capacitados, el futbolín fue un entretenimiento más popular, un juego de masas y de alboroto donde no hacía falta ser un superdotado para ganar una partida.
Los futbolines fueron imponiéndose poco a poco y se convirtieron en una religión para varias generaciones de niños y adolescentes que a partir de los años sesenta vivieron la fiebre de este juego cuando en todos los barrios se habilitaron locales con sus mesas de futbolín y sus máquinas tragaperras.
Entre un jugador de billar y uno de futbolín había algunas diferencias. El jugador de billar estaba un escalón por encima; tenía una solemnidad de maestro y un toque artístico al que no llegaban los campeones del futbolín. El billar era un entretenimiento más aristocrático, con un poso de calma y de horas perdidas, con un lenguaje de gestos y de miradas que no tenía el futbolín, donde las partidas se desarrollaban con más pasión que cabeza.
Mientras que las salas de billar tuvieron más problemas para sobrevivir a los nuevos tiempos, los futbolines acabaron convirtiéndose en el juego de moda de una generación de adolescentes. Los futbolines fueron el origen de las salas recreativas que formaron parte de la educación callejera de los jóvenes. Los futbolines fueron el reino de las horas perdidas, el parnaso de los desocupados, el escondite de los que se fugaban las clases, la trastienda del instituto. Allí llegaban las almas errantes que no tenían oficio ni beneficio, con cinco duros en el bolsillo dispuestas a consumir aquellas tardes de pandillas y cigarrillos a medias. Allí llegábamos los niños pensando en conquistar la corona de la mejor defensa o del mejor ataque, soñando con que algún fuera de serie nos enseñara ese juego de muñeca con cambio de bola que era la pesadilla de los porteros.
Cuando nos cansábamos de que nuestros padres nos recordaran que teníamos que estudiar si queríamos ser hombres de provecho, cuando las matemáticas nos hacían un nudo en la garganta y las historias de las guerras nos oscurecían el alma, los futbolines eran nuestra escapada perfecta, el lugar donde nadie nos hablaba de los estudios ni del trabajo, la tierra prometida donde podíamos hablar libremente de amores imposibles mientras marcábamos un gol de bandera o ganábamos una partida con la maldita máquina tragaperras. Los futbolines arrastraban una leyenda negra. Se decía que no eran un buen escenario para adolescentes porque allí anidaban siempre las malas compañías y acababan siendo una fábrica de golfos, una ciudad sin ley donde cualquier menor podía fumarse unos cigarros y pasar desapercibido. Cuántas tardes de invierno consumimos en aquellos locales llenos de humo y testosterona.
A finales de octubre se inauguraba la temporada de invierno y todas las tardes se presentaban ante el público los músicos locales del quinteto que había formado el maestro Barco, donde destacaba como gran figura el violinista Antonio Cuadra, que había conseguido el primer premio del conservatorio de Madrid. La música clásica fue la banda sonora de la posguerra en las veladas del Colón, antes de que aparecieran por su escenario las primeras vocalistas interpretando las canciones de moda acompañadas por una orquesta.
El Colón fue, junto al Español, el gran café de la posguerra, donde en las tardes de invierno el humo del tabaco y el vapor del café caliente iban dejando en el ambiente ese vaho de melancolía tan característico de aquel tiempo. Las tertulias se alargaban hasta la caída de la tarde, cuando la voz del presentador de sala anunciaba: “Con todos ustedes, el gran Quinteto Castillo y sus bellas señoritas”. Tres actuaciones cada tarde y los festivos, cuatro, para que no faltara la música.
Cuando se acercaba la primavera, el local contrataba a la orquesta ‘Alas’ de Madrid, que llegaba con la aureola de haber actuado en las salas más importantes de la capital de España. Ofrecía dos funciones diarias y los domingos, a las 12.30 horas, amenizaba lo que se llamaba entonces ‘sesión vermut’ a la que acudían los matrimonios y las parejas de novios después de haber escuchado la santa Misa.
El Colón tenía un ambiente mañanero: tumultuoso, ajetreado, como de paso, de café rápido y ojeada a las noticias del diario Yugo, y otro ambiente de tarde que era mucho más reposado, más de mesa de camilla y tertulia serena, que se repetía cada día como se repetían los mismos rostros, el mismo humo de tabaco que envolvía el escenario en una niebla sugerente; los mismos cafés que se eternizaban encima de los veladores hasta la última actuación. Y en la puerta siempre esperaban los mismos betuneros, acurrucados junto a la fachada si hacía frío, aguardando a que la voz de un cliente rompiera la pobreza de la tarde gritando: “limpia”, o a que alguno de los camareros se asomara a la acera con una botella de coñac dispuesto a compartirla.
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