Esta historia con nombre de bolero se debe al tener conocimiento quien suscribe del récord Guinness de un matrimonio japonés, ambos han cumplido más de cien años, como la pareja de más edad con más tiempo de casados. Ochenta años de maridaje. Se dice pronto. Se dice. Le digo. Este plumilla conoce a una pareja, a un matrimonio, noventa y cinco años cada uno, casados hace setenta y pico de años, más los del correspondiente noviazgo, ahora no recuerdo cuántos de cuando me lo contaron. Pongámosle nombre a cada uno de ellos, con su permiso Ricardo y Conchita o Conchita y Ricardo. ¿Bien?
Según su propio relato, se conocieron en Madrid, transitaban diariamente o casi a diario la misma calle, se miraban, esperaban al siguiente día para verse de nuevo. Entonces, dicen, no había el desparpajo de hoy. Se guardaban las formas por así decir. En un rasgo de audacia, él, Ricardo, le dijo algo a Conchita. Ella le sonrió con la sonrisa de ¡ya era hora! Fijaron sus miradas la una en la otra con tal intensidad…, en ese instante explosionó su big bang, su universo de amor sin límites, y hasta hoy.
En el entretanto, a ver, nacieron los hijos espaciadamente, catorce años separan al menor del mayor. Cuatro varones y una hembra. Pobrecita mía la niña. En aquellos tiempos no era como hoy. La niña, además de disponer de una habitación para ella sola mientras los hermanos compartían dormitorio de dos en dos, sentía como cierto trato distinto. Esto lo contaría ella misma años después. Para Conchita y Ricardo, sus padres, así es como debían ser las cosas. Se acabó. Ni discriminación ni gaitas.
No sé el japonés este del récord, pero para Ricardo no había horas bastantes de trabajo. El pluriempleo, según cuenta, era algo común entonces para los cabezas de familia numerosa. Muchas bocas, muchos colegios, muchos de todo. Ahora, dita sea, también hay muchas bocas, muchos colegios, muchos de todo menos trabajo para todo el mundo. En fin. Para no descarriarnos por otros vericuetos, Conchita en sus labores y Ricardo en las suyas sudaron la gota gorda; poquito a poco ahorraron y ahorraron hasta la compra del primer automóvil: un Seat 1400. Le pusieron de nombre ‘Genoveva’ por razones sentimentales merecedoras de otra narración. Otras muchas familias, además del nombre, ponían tapetitos de ganchillo en la bandeja trasera del coche o un perrito con cabeza basculante, incluso a algunos de estos canes articulados se les iluminaban los ojos. Una gloria. Era un modo como otro, algo prehistórico, de tunear los vehículos. Se llevaba también mucho un adhesivo portarretratos para salpicadero, con dos huecos para las fotos de la mujer y los hijos, y una figurilla en medio con un San Cristóbal protector. La pegatina “papá, no corras”, era casi imprescindible.
Años de ahorro después llegó el chalé cerquita de la capital. Los fines de semana, el veraneo…, sí, en aquellos tiempos las vacaciones escolares duraban tres meses. Conchita se quedaba en el chalé con la prole y Ricardo iba y venía de viernes a domingo. Así transcurría la vida, relatan, con sus alegrías, con sus penas, con bodas, bautizos, comuniones, nietos, bisnietos, con la llegada de los teléfonos móviles, ordenadores, y aguantando achaques.
Conchita sufrió varios infartos en las cercanías de los 90 años, si no los había sobrepasado ya; los superó porque ¿cómo iba a dejar sólo a este hombre?, ni hablar. Menuda es ella, toda una deportista pionera del baloncesto femenino allá entre 1930 y 1940. Salió del hospital, volvió a sus quehaceres con la escolta silenciosa y protectora de Ricardo. Él, de sus huesos mejor no hablar, acaba de derrotar a una grave enfermedad renal con diversas complicaciones, porque ¿cómo voy a dejar sola a esta mujer?, no, hombre no, ni en sueños. Y ahí están, el uno con el otro por siempre.
Tal vez exceda los límites de la intimidad, pero se duermen todas las noches cogidos de la mano, al despertarse se regalan un beso, según me chiva alguien de la familia. Seguramente, vamos, sin duda, como éste matrimonio habrá centenares, miles. Sin embargo, para mí, el compuesto por Ricardo y Conchita, Conchita y Ricardo, tiene algo, no sé muy bien cómo explicarlo, de extraordinario. Son mis padres.
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