Jorge Martínez Reverte (Madrid, 1948), periodista y novelista, era otro asiduo visitante del Levante almeriense que se acaba de ir en este comienzo de la primavera, después de luchar varios años contra un ictus. Trataba de resistir desde entonces, Jorge, de ganarle la partida a la muerte, como se la ganaba a la máquina de escribir cuando la aporreaba hace muchos años para ungir cualquier historia. Pero no ha podido sacar más días de propina.
Ha fallecido en el hospital de la Fundación Jiménez Díaz de Madrid, según acaban de informar las agencias. Jorge recorrió hace ya casi medio siglo buena parte de la provincia de Almería con una Leica colgada al cuello. En sus abrumadoras sobremesas en el Restaurante El Almejero, en compañía de su hermano Javier o de otros amigos madrileños, contaba que en en aquella época juvenil apenas podía entender bien el dialecto levantino de los pescadores de Garrucha o de la gente de Mojácar.
Guardaba algunas imágenes de aquellas fechas, pero no sabía dónde tenía los negativos. "Te las tengo que buscar, te las tengo que buscar", decía siempre. Pero se ha muerto sin encontrarlas. Jorge se ha ido casi de la mano de su hermano Javier, fallecido hace tan solo cinco meses, quien fue aún más fiel a Garrucha, con apartamento propio encima del antiguo Cine Tenis. Jorge era más de ida y vuelta, de aparezco y desaparezco, pero siempre habló con cariño de cónsul de esa costa, de esa playa de Garrucha, de todo el Levante almeriense.
Escribió mucho Jorge, de la Guerra, de la vida, de la muerte de su madre (ganó un premio Ortega y Gasset por contar la muerte por eutanasia de su madre, paradojas del destino, ahora que se legaliza). Pero cuando visitaba Garrucha -aseguraba- no escribía ni una sola línea -a diferencia de su hermano que escribió varias novelas mirando al Puerto. Él no. Él, Jorge, solo venía a empaparse del Levante: a empaparse de yodo, de olor a brea, de conversaciones marineras, a empaparse de vino blanco y del sabor del gallopedro.
Era así Jorge, como su hermano pero distinto, tanto monta. A veces coincidían y a veces no, a veces se encontraban y a veces se perdían. Pero siempre se daban un beso cuando se veían. Tan madrileños ellos, tan chamberileros, hijos de un soldado de poca fortuna, y a veces, para verse, tenían que coincidir en Garrucha, escuchando retahílas del Vinagre o del propio Pepe el Almejero.
Era un gran narrador, al menos si no grande, habrá que concederle que copioso: ha dejado mucho escrito, en periódicos y libros, ensayo, novela y, como hijo de la postguerra, con el lápiz siempre afilado para contar cualquier historia que tuviera que ver con la Guerra Civil que tanto le marcó a él y a su padre, de quien también escribieron un libro estos hermanos Martínez Reverte, tan fugitivos en su paso por la vida, tan hedonistas en el fondo, tan desprendidos de Dios y Patria, pero no de honor.
Su enfermedad le impedía ya aparecer por el Levante, pero una parte de su biografía se fraguó entre Mojácar y Garrucha, al menos algunos de sus ratos más felices. Solo había que verle la cara para descubrirlo, cuando Miguel el Pelaílla le explicaba, por ejemplo, cómo había que hacer para encarnar un anzuelo.
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