Un almeriense fue el único condenado por la mayor estafa del Franquismo

Un almeriense fue el único condenado por la mayor estafa del Franquismo

Manuel Leon
01:00 • 10 ene. 2012
Se defendió con espíritu numantino, con los resabios de un viejo cabo chusquero, en los pulidos bancos de madera de la Audiencia Nacional. Pero no le sirvió para nada. Fue condenado en 1987 a nueve años de cárcel por falsedad documental y estafa en el ‘Caso Sofico’, el mayor fraude inmobiliario del Franquismo, mientras que la mayoría de sus socios, gerifaltes falangista -algunos ya fallecidos- salieron indemnes del escándalo que dejó en la estacada a miles de pequeños inversores. El artífice -para lo bueno y para lo malo- de este imperio del ladrillo del tardofranquismo fue Eugenio Peydró Salmerón, un almeriense emprendedor, emparentado familiamrente con músicos y políticos en la provincia. Peydró nació en la capital almeriense en 1906 y poco antes de la Guerra Civil emigró a Barcelona, donde en 1934 montó un establecimiento de artículos para fumador y objetos para regalo en la calle Ciudad como distribuidor en exclusiva de las marcas Lido, Lancel y Lord; se convirtió en uno de los comerciantes más reputados de la capital catalana y lo mismo vendía pitilleras o gemelos de plata que sujetadores de arcos de ballena llegados de París. La empresa del caballito Cuando estalló la Guerra Civil se instaló como colaborador del coronel José Ungría, en el servicio de información de los Nacionales, donde supo granjearse la amistad de muchos de los que se convirtieron después en ilustres personajes del régimen. El almeriense estaba dotado de un fino olfato para los negocios, según recuerdan algunas de las crónicas almibaradas de la época del Nodo. Prosperó en actividades mercantiles vinculadas a la exportación de material móvil y más tarde, con la llegada de los primeros turistas, en la construcción en la zona de la Costa del Sol. Ahí se sintió como pez en el agua: amparado por las notables familias falangista y en un sector, que con la llegada de alemanes y británicos, le estallaban las costuras, con crecimientos continuados de dos dígitos. Con un capital de 15 millones de pesetas montó en 1962 una empresa que no paraba en barras ni en la denominación social: Sociedad Financiera Internacional (Sofico), la empresa del caballito, cuyo objetivo principal era construir, vender y arrendar apartamentos en la Costa del Sol, sobre todo en Estepona, Marbella, Fuengirola y Benalmádena. Poco más tarde, don Eugenio, como ya era conocido entre su millar de empleados y agentes comerciales repartidos por toda España, creó Sofico Inversiones para captar dinero de inversores por el que pagaba intereses del 12% -más que la banca- y que era invertido en apartamentos ya construidos y escriturados a nombre del comprador, pero alquilados y administrados por Sofico. Años más tarde, el ‘Imperio Sofico’ fue creciendo como la levadura con otras dos sociedades: Sofico Vacaciones y Sofico Atlas. Al principio, la venta de los inmuebles se realizaba una vez construidos. Después, la transacción se hacía sobre planos y se cobraban cantidades a cuenta. En algunos casos, para viviendas sobre los que ni siquiera se había comprado el solar. Una nutrida red de persuasivos vendedores y una gran campaña de publicidad cimentaron el inicial éxito en los negocios del grupo. Almería, tierra natal del fundador, era también uno de los principales mercados donde los comerciales captaban liquidez procedente de los ahorros de la generación del Seillas y de muchos emigrantes a Alemania y Suiza que confiaban en el paisano Peydró Salmerón. El problema de Sofico es que no reunía siquiera el dinero para abonar los intereses prometido a los inversores. Obligado a buscar nuevos ingresos, Peydró creó filiales en el extranjero (Sofico France, Sofico Great Britain, Sofico Deutschland), lo que aumentó los gastos y el déficit. En 1973, un año antes de su naufragio, Sofico recibió la Medalla de Plata del Ministerio de Información y Turismo al ‘Mérito Turístico’. Pero la inviabilidad del grupo era ya total: el pago del 12% de rentabilidad suponía un desembolso de 380 millones anuales inalcanzables y el imperio del audaz almeriense se vino abajo como un castillo de naipes.






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