Manuel Leon
12:26 • 05 feb. 2012
Picaban como cosacos, rodilla en tierra, la piedra noble del talco. Con la petaca de tabaco por compañera y un pañuelo de franela liado en la cabeza para detener el chorreo del sudor, centenares de somontineros se afanaban, a los pies de la Sierra de las Estancias, en extraer mineral para la industria jabonera.
No había otro talco que se le igualara en España. Se arrancaba blanco -más apreciado- y moreno y en los felices años 40 y 50, cuando la sierra bullía de mineros y de arrieros con reatas de asnos cargados con serones de pedrusco para moler, Somontín, un diminuto pueblo almeriense, producía 7.000 toneladas de talco, casi la mitad de lo que consumía la España de la autarquía.
Antonio Azor, Juan Vicente, Juan Rueda, Joaquín Oliver, Antonio El Cañete, Juan Antonio Marín, Juan Oliver, Antonio Resina o Antonio Acosta, fueron algunos de los últimos mineros que subieron a la sierra a sacar el talco, herederos de una estirpe de canteros que se hunde en la noche de los tiempos. A mediados del XIX, Madoz ya narra en su diccionario geográfico “la noble actividad minera que se genera en esta antigua villa de señorío”.
Lo recuerda Antonio Acosta, a sus 76 años: “nos levantábamos temprano, echábamos el capazo y subíamos para arriba, a las minas del Taritatrón, del Cerro Venerito o la de la Cruz, cuanto más jaboncillo sacábamos, más ganábamos”.
El coto minero, apelado San Sebastián como el patrón del pueblo, tenía unas 100 hectáreas propiedad del Ayuntamiento, quien arrendaba las demarcaciones y cobraba un canon por la extracción. Los mineros arrancaban la piedra de los filones, la depositaban en montones y se la vendían, en la misma bocamina, a las compañías mineras que pagaban el transporte hasta las fábricas establecidas junto a la Estación de Purchena, donde se molía el jaboncillo y se embarcaba a través de los puertos de Aguilas o de Garrucha.
La compañía más emblemática que ese estableció fue Echevarría y Acosta, que contaba con molino de agua desde 1924. También operaba Fabrica Española de Talco y después de la Guerra aparecieron otros industriales como José Rubio y José Oliver.
Más información en la edición impresa.
No había otro talco que se le igualara en España. Se arrancaba blanco -más apreciado- y moreno y en los felices años 40 y 50, cuando la sierra bullía de mineros y de arrieros con reatas de asnos cargados con serones de pedrusco para moler, Somontín, un diminuto pueblo almeriense, producía 7.000 toneladas de talco, casi la mitad de lo que consumía la España de la autarquía.
Antonio Azor, Juan Vicente, Juan Rueda, Joaquín Oliver, Antonio El Cañete, Juan Antonio Marín, Juan Oliver, Antonio Resina o Antonio Acosta, fueron algunos de los últimos mineros que subieron a la sierra a sacar el talco, herederos de una estirpe de canteros que se hunde en la noche de los tiempos. A mediados del XIX, Madoz ya narra en su diccionario geográfico “la noble actividad minera que se genera en esta antigua villa de señorío”.
Lo recuerda Antonio Acosta, a sus 76 años: “nos levantábamos temprano, echábamos el capazo y subíamos para arriba, a las minas del Taritatrón, del Cerro Venerito o la de la Cruz, cuanto más jaboncillo sacábamos, más ganábamos”.
El coto minero, apelado San Sebastián como el patrón del pueblo, tenía unas 100 hectáreas propiedad del Ayuntamiento, quien arrendaba las demarcaciones y cobraba un canon por la extracción. Los mineros arrancaban la piedra de los filones, la depositaban en montones y se la vendían, en la misma bocamina, a las compañías mineras que pagaban el transporte hasta las fábricas establecidas junto a la Estación de Purchena, donde se molía el jaboncillo y se embarcaba a través de los puertos de Aguilas o de Garrucha.
La compañía más emblemática que ese estableció fue Echevarría y Acosta, que contaba con molino de agua desde 1924. También operaba Fabrica Española de Talco y después de la Guerra aparecieron otros industriales como José Rubio y José Oliver.
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