Leticia, que cada vez se parece más a Demi Moore, volverá esta tarde de otoño verdadero -ya era hora- a Macael. Volverá porque ya estuvo hace justo ahora veinte años: en noviembre de 2002, cuando todavía los otoños eran de verdad, cuando las castañeras tenían motivo para salir a la calle con sus brasas; volverá Leticia, no como presentadora con su melena al viento de Los Filabres, vestida con un traje negro y cogida del brazo de Serafín Sabiote, sino con un moño alto quizá y agarrada al Jefe del Estado.
Aquel día en el que ya era conocida, pero no tanto como ahora, (ya presentaba el Telediario con aquel Urdaci pitagorín del barrio de Salamanca, pero no era una Reina de España) se sentó en una mesa a cenar algo antes de salir al escenario y cayó al lado de Martín Navarrete, el eterno corresponsal de ABC, quien ahora, en vez de escribir a Luca de Tena las cosas de Almería, cuenta historias a sus nietos cogiendo naranjas de su huerto mojaquero de Santa María. Y el bueno de Martín Navarrete, para romper el hielo, le interpeló -Qué tal te va la vida, Leticia. Y ella –Bien, bien, no me puedo quejar.
No podía, pardiez: hacía un mes que había conocido al futuro Rey de España cenando en casa de Pedro Erquicia, la noche del 17 de octubre. Nadie sabía entonces que ya se habían visto varias veces y habían coqueteado un poco. El embrión de lo que vino -ha venido después- como consorte- ya estaba sembrado en esa noche de premios macaeleros que ella misma presentó con desparpajo juvenil. Después vino lo que todo el mundo sabe: la oficialidad del romance, el “ainsss, déjame hablar a mí”, que sonó casi como el “porqué no te callas de su suegro”, la boda, el nacimiento de las niñas, el ascenso a reina y el derrumbe del emérito.
Esta noche vuelve Leticia al Vaticano con su marido y habrá otra presentadora en el escenario, pero seguro que algo recordará de aquella otra noche de hace veinte años, cuando todo era una semilla. Y si no se acuerda, se lo recordarán una y cien veces en la mesa presidencial en la que estarán, entre otros, Jesús Posadas como anfitrión, como continuador de aquel Serafín que la llevó del brazo; y estará Paco, casi un amigo ya de su marido. Después de la cena, de la entrega de estatuillas de los aplausos, de las fotografías, después de todo eso y más, quizá se queden a dormir en La Tejera, unos metros más abajo, en una cama de reyes. Y quizá ambos -Leticia y Felipe- hagan repaso de la noche macaelera, mientras ella se quita el maquillaje frente al tocador y él se desabrocha el cordón de los zapatos, porque también los reyes tienen que hacerlo todas las noches. Quizá ella diga, mientras hace desaparecer el rímel, que se hubiera tomado una copita más; y él quizá le replique: “yo daría lo que fuera por comprarme aquí una casita con jardín, mirando a la sierra, a lo mejor dentro de unos años, cuando sea emérito”.
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