Historia de una barraca

Historia de una barraca

Manuel Leon
22:33 • 05 may. 2012
Cada uno de los vástagos mayores del carnicero José Díaz tenía asignado un distrito para vender los embutidos que manufacturaba la familia: Pepe y Fernando, el Barrio Alto; Alberto y un ayudante, el Centro, Pescadería, La Hoya y la Almedina; Luis, Jaime, Américo y Octavio, los más pequeños, aprendiendo el oficio.

Agarraban cada uno muy de mañana la cesta de mimbre cargada de morcillas y barras de morcón y recorrían las tiendas de los barrios: “mi padre que si quiere usted algo”. Tras el recorrido comercial, cambiaban el canasto por la cartera y se incorporaban a la escuela de don Manuel Tornero junto a la Iglesia del Sagrado Corazón. Sus hermanas, Carmen y Berta, tras ayudar a la madre en la casa, aprendían las primera letras en el femenino.

Al anochecer tocaba rendir cuentas al patriarca, dando relación de lo cobrado y lo fiado para que cuadraran las cuentas con las chacinas vendidas, con una comisión de diez céntimos por kilo que el padre pagaba a sus hijos como incentivo de ventas. Así se fueron haciendo al negocio los pequeños Díaz, una de las sagas con más solera del Mercado Central, con un siglo de historia comercial, en esa gran ‘corte de los milagros’ almeriense, por donde transitó desde Madame Curie a Gerald Brenan y Tico Medina y que a punto está de ser reinaugurada.

La pequeña epopeya de esta dinastía de carniceros y charcuteros de lustre comienza cuando el padre, José Díaz López, hijo de un humilde labrador de Tabernas, tras volver de La Argentina y hacer el Servicio Militar en Africa, con la ayuda de un hermano cobrador de arbitrios, se establece en 1918 en un puesto del Mercado Central, inaugurado en 1893 en los antiguos jardines de Manuel Orozco. Pidió 5.000 pesetas ‘a gavela’ al Monte de Piedad y con cuatro trozos de lomo, una manta de tocino y garbanzos en remojo, abrió el puesto. No sabía entonces ni manejar las herramientas pero se fijó en Carmen Gálvez, de familia de chacineros, con la que se casó y a la que conoció haciendo morcilla con una torre de masa en el lebrillo que no se la saltaba un galgo.

En ese ambiente proletario, con los carros de verdura de la vega llegando de madrugada y las palomas y carajillos de los bares, fue prosperando el tabernero. En los bajos estaban las alhóndigas, donde los asentadores distribuían el género a los minoristas de la primera planta y a las barracas exteriores de Aguilar de Campoo.

Los carniceros como Rafael Martínez, Manuel López y el propio José Díaz, en los laterales; en el centro los vendedores de pescado como Filomena y Verdegay; recoveros como Miguel García; Manolico el de los quesos; verduleros como Antonio Martínez y Pepe García que vendía patatas. El café y el aguardiente se tomaban en la barraca de Puertas llamada Café Express, en el Royal, El Cielo, Barranquete o el Puerto Rico. Por allí aparecían a diario también el cobrador municipal de las 2,5 pesetas, los vendedores de iguales, los calderilleros, los del canasto de chumbos partidos y cañadul y los visitantes ilustres como Anthony Quinn, a quien le encantaba la longaniza de Pascua. La madre fue pariendo hijos y en la misma barraca, conocida como la del Espejo, los amamantaba en un cajón debajo del mostrador que hacía de cuna. Los Díaz fueron progresando: construyeron una fábrica de embutidos y matadero en la antigua calle Luis Salute y tenían cebaderos en el Barrio del Inglés.

Después de la Guerra, los hijos se fueron emancipando y abriendo sus propios negocios. Hasta cinco puestos de carne regentados por Díaz convivieron en la Plaza. Hoy día Begoña, hija de Américo, es la heredera de una estirpe que está a punto de cumplir un siglo a pie de barraca.






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