Se ha ido un navegante garruchero, justo ahora que la pesca almeriense -abandonada y desdeñada durante décadas- sale todos los días en el Telediario; se ha ido, viento en popa, José Quesada Soler ‘José el de la Margarita’, con 90 años de soles y vientos sobre su cara y su cuerpo de viejo gladiador; se ha ido, este argonauta garruchero, con muchos de los pescadores volviendo de las protestas en Madrid, reclamando justicia para un gremio tan desamparado por los poderes públicos. Se va yendo una generación de pescadores garrucheros, de esos que fueron hijos de la Guerra y de la lejana Postguerra. Y con ellos se va un paisaje, un sentimiento puro por el mar que fue su único horizonte un día y otro.
José nació en Garrucha en 1934 y pronto se quedó huérfano al morir su padre, Alonso Quesada Campoy, en el Frente fraticida. Su madre, Margarita la Manca, era modista, como su abuela. Y su tío fue otro viejo pescador llamado Juan el de la Manca, a pesar de que a nadie de la familia le faltaba ningún brazo, el apodo fue corriendo de generación en generación. Pronto descubrió José que la mar iba a ser su sustento forzoso y pronto empezó a embarcarse en El Cano, la barquita de su padre, hasta que probó fortuna también con barcos grandes de arrastre como la Carmen Soriano de Los Junzas, y el Nuevo Clavel, de Los Chispas, pescando a la marrajera. José Quesada era muy diestro en el avío de los atunes y las agujas troceando el lomo y la cabeza para su venta en la lonja por encargo de la Cofradía de Pescadores. Uno de esos días que andaba partiendo marrajos con su hacha en el Muelle, se le acercó Sancho Gracia, que estaba rodando Curro Jiménez, para preguntarle todos los detalles de su oficio, sin que él propio José reconociera al actor.
Se casó con Miguela Molina y como la familia aumentó con tres hijos -Alonso, Pedro y José- el pescador encargó su primer barco de artes menores, el José el de la Margarita, el primero de otros dos que vinieron después: el Pepita Alonso y Quesada Molina. Con ellos, José de la Margarita, iba al boliche, a la bonitolera, a la boguera, al trasmallo, a las nasas a por el besugo y la langosta. A bordo de su barca, José era el amo del mundo, desde que salía por la bocana y divisaba, desde la pátina del mar latino, la chimenea del calvario, el Moro Manco, la Sierra Cabrera, hasta que volvía a entrar con la pequeña pesca aún saltando en el copo.
Con el tiempo, ese jabegote de los mares de Garrucha, ese musculoso deshuesador de marrajos, fue cediendo el timón y los anzuelos a sus hijos, que, a día de hoy, siguen a pie de ola, bautizándose a diario, desde la cubierta desnuda, con el sol y la sal de la playa de La Garrucha, como la hacía su padre y antes aún su abuelo y su bisabuelo. Fue entonces cuando José buscó acomodo en el pequeño almacén del Puerto, a espaldas del Almejero, donde, sentado en un paño de red alistaba los artes de sus hijos, donde cosía los agujeros, donde preparaba los palangres, donde compartía tertulia, como en la rebotica de una farmacia, con personajes ya desaparecidos como Miguel el Pelailla o Manolo el Armador o tantos otros. Así pasó los últimos años de su vida, hasta que ya las fuerzas, esas que tanto le sobraban en su juventud, le fueron menguando. Se va así José de la Margarita, un sabio de los mares y de los vientos, uno de los últimos pescadores de artes menores de Garrucha, después de toda una vida bajo el aroma a red, estopa y salitre.
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