Con once años, bajo la sombra de un algarrobo de Santa Cruz de Marchena, había devorado páginas de Julio Verne y de Dumas. Después se hizo escritor proletario y consiguió vivir un tiempo de trabajos por encargo, de su pluma prolífica dedicada a escribir cuentos y novelitas del Oeste americano: como un Marcial Lafuente mediterráneo, como una Corín Tellado entre sheriff y forajidos.
En una tierra de pintores, pocos son los almerienses que han podido vivir, de verdad, de la literatura (buena o mala). Angel Cazorla Olmo, con el seudónimo de ‘Kent Wilson’, consiguió hacerlo. Y durante bastantes años. Nació en Santa Cruz en 1930 en una familia de labradores humildes. A los 15 años decidió marcharse (como tantos) a Cataluña caminando sobre el trapecio de varios oficios. Sufrió calamidades, pero las enjugaba en ratos interminables de lectura la biblioteca pública de Tarrasa. Hasta que se le secaban los ojos. Practicó el boxeo, el teatro y emigró a Bélgica como albañil. Al volver a Barcelona es cuando se lanzó a la aventura de escribir literatura popular publicando más de un centenar de relatos de western y aventuras, como las que había soñado de niño mirando el desierto de Tabernas.
Eran aquellas novelitas de a duro, de rápido consumo, colgadas de un cordel, que se intercambiaban como cromos en los kioscos de la época. La editorial le urgía y él las producía, una por mes, aporreando incansablemente de madrugada su vieja Remington.
Volvió a su pueblo natal, a llenarse de sol, sin pretensiones, humilde como un caracol, este jornalero de la letra impresa, este fénix de los ingenios almeriense en versión low cost.
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