Las calles se llenan y se vacían igual que la memoria. Lo mismo que esa región indefinible del cerebro que conserva los besos y las caricias junto con las decepciones y el aburrimiento. Quizás también, mezclando fantasías inolvidables con fantasmagóricos recuerdos de la niñez que vuelven siempre para causar pavor y ternura al mismo tiempo.
Una mujer vestida de azul marino cruza la calle antes de que sea imposible por el paso de la procesión. Camina sola, sin prisa, como si todo estuviese ya hecho. Se deja mirar con ensayada indiferencia, fingiendo que su destino es irrelevante o que es innecesario llegar a tiempo a un pretendido destino.
Se llama Julieta y siempre recuerda en Semana Santa aquellas pesadillas infantiles, aquellos penitentes de túnica negra que desfilaban por su dormitorio rasgando la penumbra con sus cirios mortecinos.
Julieta no puede ocultar que las sombras de los capirotes le despiertan un extraño pavor que llega desde muy lejos en el tiempo. Por eso, quiere evitar el Cubo de la Catedral. Pero el olor a incienso y la emoción de ver las calles atestadas de gente le empuja a seguir caminando hacia esa curvatura que sirve de calle y de escenografía para solitarios en otras épocas del calendario urbano.
La única razón para seguir caminando en esta noche de Martes Santo parece esfumarse por las calles que circundan la Catedral, porque todo el mundo va acompañado. Todo el mundo tiene a alguien para tomar las calles bajo la luna llena que determina la Pascua.
Pero Julieta sigue avanzando sola, desamada. Casi ingrávida, mientras esquiva a las parejas y a las familias que se apresuran para ocupar el borde de la acera y que se cruzan con el gentío que vuelve de ver la otra procesión.
Julieta trata de disimular el pánico absurdo que le despiertan todos los años las procesiones de Semana Santa, aunque, en realidad, nadie repara en su figura escueta, en su paso desanimado entre el gentío.
Al final de la calle, el paso visto desde atrás asemeja una aparición difusa que se pierde mecida por la música, igual que si estuviese flotando sobre un mar de volutas de ébano y cortinajes negros labrados en oro. La escena es bella en sí misma y aterradora para la atormentada imaginación de Julieta, que no sabe estar sola. El miedo se transforma en un poderoso atractivo que la empuja a seguir caminando por las calles de toda la vida. Las sombras de los capirotes se suceden sobre las piedras sillares de la Catedral. Julieta baja la mirada como si la cercanía del paso de misterio le inspirara un arrebato de fervor. Pero, entonces otro recuerdo le devuelve la sonrisa, su triste sonrisa de mujer invisible: aquella noche de Viernes Santo que se entretuvo, sin ser vista, en colocar piedras y mondaduras de naranja en las colas que arrastraban entonces por la calzada los penitentes del Santo Entierro...
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