Almería es un caso único. Los rincones de mayor belleza natural de la ciudad antigua están sometidos desde la noche de los tiempos al abandono y al olvido, como si no formaran parte del entramado urbano, como si la propia ciudad les hubiera dado la espalda. Es difícil encontrar un escenario con más fuerza paisajística y con más alma que el barrio de la Joya, que disfruta de las mejores vistas posibles de la Alcazaba, de los cerros de la Chanca y del mar. Es un balcón privilegiado que sin embargo presenta un aspecto tercermundista, golpeado por la sombra de la miseria y en algunos puntos por el fantasma de la droga que convierte sus adarves en calles poco recomendables para ser visitadas.
Un caso parecido lo encontramos en lo que históricamente ha sido el barrio de San Cristóbal, situado en el mirador más imponente que tiene la ciudad. No hay ningún otro punto en Almería que tenga mejores vistas que el cerro, otro espacio que ha vivido bajo el yugo de la pobreza extrema durante décadas y que hoy no consigue levantar la cabeza a pesar del esfuerzo de las autoridades por recuperarlo. El barrio necesitaba empezar de cero, una remodelación absoluta que no llegó cuando allá por los años noventa el entonces gobierno municipal socialista hizo una reestructuración políticamente correcta que fue un absoluto fracaso.
Muy cerca de San Cristóbal, al otro lado de sus murallas, cogiendo el sendero norte, aparece un trozo de historia que nos remonta a la Almería medieval, pero que languidece, cayéndose a trozos, entre las casas de la cara norte de la Fuentecica. El paisaje es desolador, aunque todavía conserva un halo de esa belleza inmortal que va dejando la historia. Resulta sorprendente, al atravesar los cerros, encontrarse con que ese lugar, a diez minutos de distancia de la Puerta de Purchena, se conserva un trozo de lienzo de la vieja muralla y los restos de los torreones que la coronaban. Estas antiguas murallas están tan arraigadas al paisaje que parecen que han sido esculpidas de las entrañas del mismo cerro. Pegadas al baluarte se extienden las viviendas de un barrio que sigue convertido en un arrabal y donde más que un trozo de ciudad parece el territorio de un país distinto. Uno tiene la sensación, viendo desde arriba este rincón del Quemadero, que Almería ha quedado muy lejos.
La imagen de esta barriada es la de un escenario más rural que urbano, donde los vecinos han ido construyendo sus viviendas a su libre albedrío. La banda sonora del barrio la pone un alta voz donde la música suena a todas las horas del día. Nada más entrar, viniendo desde la cuesta de la Fuentecica, aparece una explanada donde un árbol centenario le da sombra a las vecinas que a la hora de la siesta se reúnen para jugar a la lotería y echar unas partidas a las cartas. Las viviendas son de planta baja, algunas tienen un jardín improvisado en la puerta y algún pequeño huerto. Pisar estas calles es como volver al pasado: las murallas medievales, la gente sentada en las puertas y los niños saltando como si fueran los primeros pobladores de la tierra.
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