Figuras ocultas, ¿figuras ocultadas?

El ingeniero almeriense, investigador en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, recuerda la historia de Katherine Johnson, Mary Jackson y Dorothy Vaughan, que Hollywood ha recupera

Fotograma de la película "Figuras ocultas".
Fotograma de la película "Figuras ocultas".
Ramón González
18:00 • 13 abr. 2017

En los años 60 se soñaba grande en los Estados Unidos de América, se soñaba con las estrellas. No “en” las estrellas, pues eso lo llevamos haciendo durante miles y miles de años. Se soñaba “con” las estrellas. Se soñaba con conquistar las estrellas. 




Damas y caballeros pónganse sus mejores galas, un poco de perfume en las muñecas, retoquen el maquillaje y den espuma al cabello, demos la bienvenida a uno de los retos más grandes jamás alcanzados por la Humanidad, quizás el más grande jamás alcanzado, la conquista de la Luna. Sí, así fue, el 21 de julio de 1969 uno como nosotros, uno de los nuestros, dio “un gran salto” en nuestro satélite natural. Para ello, se necesitaron tres días viajando a una velocidad de 37.397 kilómetros por hora, o lo que es lo mismo a una velocidad en la que se puede dar una vuelta completa a nuestro planeta en apenas 20 minutos. 




Sé lo que está pensando, ya está aquí el escritor de turno hablando del poderío americano, de sus héroes, Neil Armstrong y Buzz Aldrin, de su inigualable presidente, John F. Kennedy, o de sus superdotadas máquinas. Siento decirle que no. Este pequeño relato no versa sobre nada de eso. Este relato habla de las personas que hicieron posible el desafío que JFK lanzó al mundo el 12 de septiembre de 1962. Este relato habla sobre las personas que impulsaron los gigantescos motores del cohete Saturno V y que conquistaron las estrellas sentados en incómodas sillas bajo bombillas incandescentes durante tenaces madrugadas y pasionales días. Este relato habla de las figuras ocultadas, que no ocultas. 




Gracias a Katherine Johnson, Mary Jackson y Dorothy Vaughan llegamos a la Luna. Se las llamaba computadoras, años antes de que ese término pasase a denominar a las máquinas que colman nuestras oficinas y hogares. Ellas calculaban a mano las complicadas trayectorias que debían seguir las naves espaciales para alcanzar el espacio y para traer de vuelta a los valerosos astronautas. Un error por décimas de centímetro significaba perder la misión, significaba muerte, significaba el fracaso de los miles de bravos ingenieros americanos que soñaban con las estrellas. Pueda parecer que teniendo el cometido que tenían poco menos que se las tratase al mismo nivel que a los astronautas. No, ni siquiera se las trataba como a personas. La razón, la única razón, el color de su piel.  




La historia no las ha mantenido ocultas, sino que hemos sido las personas las que las hemos ocultado. Pero, querido lector, ¿acaso te asombra? ¿acaso no te resulta familiar esta historia? Esto pasa cada día con personas con las que nos cruzamos, con personas a las que conocemos. Son personas diferentes. Personas que no siguen los patrones que nos han marcado otros, personas a las que es más fácil ponerlas en la sombra. ¿Acaso hay alguna diferencia entre el trato que recibieron Katherine, Mary y Dorothy en los años 60 y algunas de las personas a las que hoy en 2017 la sociedad llama “discapacitados”? ¿Acaso no reciben un trato más que cuestionable los que se encuentran en el último peldaño en muchas de nuestras empresas y universidades? 




La historia para la que les he hecho ponerse su traje de gala no se refiere a la de chapotear en el suelo de la Luna o el poder ver el azul de la Tierra a más de 380.000 kilómetros, se refiere a la historia de las personas que lo hicieron posible. Se refiere a aquellos a los que pretendemos discriminar simplemente por el color de piel, por su estatus profesional o social, o porque sus habilidades son diferentes. Este relato también honra a los que tienen el coraje de romper los lazos de la discriminación.






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