Todo es quietud en la casa familiar de Julio. Chirivel parece guardar luto de puertas para dentro. Solo en la Plaza de la Fuente se oye el agua caer. Dos hombres permanecen sentados cada uno en un banco: uno con la mirada perdida y otro leyendo el periódico. Es el tiempo detenido de los pueblos del sur, roto por un repicar de campanas que suena a funeral.
A las doce en punto, el coche fúnebre toma la calle que lleva la iglesia. En la plaza vecinos, escritores, artistas y autoridades esperan para dar el último adiós a Julio Alfredo Egea (Chirivel, 1926), poeta de los asombros y la palabra justa fallecido este domingo a los 92 años. Presidiendo el cortejo, la familia: a la cabeza, sus hijos Rafael, Maribel, Julio y Patricia, fruto de su intensa historia de amor con Patricia, de cuya pérdida el escritor nunca terminó de recuperarse.
A pesar de ser lunes de un día laborable, la muerte del decano de las letras andaluzas reúne a buena parte de la cultura almeriense. Y no solo eso, con gafas y sombrero, el Premio Nacional de Poesía en 1994 Rafael Guillén, íntimo amigo de Egea y compañero de la Generación del 50, mantiene el tipo con gesto tristísimo. No muy lejos de él, visiblemente afectado, Antonio Carvajal, Premio Nacional de Poesía en 2012 y también de su círculo de seres queridos de Granada. Por allí anda además Jacinto Soriano, profesor de la Universidad de La Sorbona natural de la zona.
Arropan asimismo al hombre sencillo que era Julio en esta mañana soleada del mes de septiembre escritores como Juan José Ceba, Domingo Nicolás, Paco Domene, Pedro Felipe Granados y Ana María Romero Yebra; la profesora y poeta Vicenta Fernández; los artistas Antonio Egea, Rodrigo Valero y Luis Ramos y los periodistas José Luis Masegosa y Paco Moncada, entre otros.
Y así los dos universos de Julio, el almeriense y el granadino, confluyen en uno solo, que es el propio autor de ‘Desde Alborán navego’ y ‘Fábulas de un tiempo nuevo’ sobrevolándonos (quien lo conoció sabe de su fascinación por volar).
Ya en el interior del templo, el párroco traza una cariñosa semblanza por la intensa biografía del poeta que distingue la eucaristía como lo que es: la despedida del vecino más ilustre de Chirivel. Un hombre que, aparte de brillar como escritor, contribuyó de forma entusiasta al progreso de su pueblo.
En el exterior, murmullos en los corrillos, conversaciones que se cruzan sobre un único tema. La cercanía de Julio. Su preocupación por los más débiles. La generosidad y vitalismo que lo caracterizaban. El legado que deja. Cómo ayudó a jóvenes escritores que estaban empezando. Su amor por la naturaleza. Aquel último encuentro que nunca llegó a producirse. La admiración que hace más llevadera la pena.
El ataúd con los restos de Julio Alfredo Egea sale de la iglesia, vuelve al coche y un aplauso espontáneo se queda flotando en el ambiente. Un aplauso sostenido por las decenas de corazones que laten en recuerdo de un hombre bueno cuya obra todavía está por redescubrir. Y cuya figura aún está por reinvidicar.
El cortejo parte rumbo al cementerio donde en la mente de todos sonarán sus versos ‘Para una despedida’: “Llegará al fin, como una mies madura/ a inclinarse mi ser, y quiero que tenga/nidos mi derribada arquitectura”.
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