El verdugo que fue millonario

“La historia de nuestro verdugo se desarrolla entre Burgos, Asturias y Argentina“

Prensa de la época, con la historia de nuestro verdugo
Prensa de la época, con la historia de nuestro verdugo La Voz
Juan Francisco Colomina
07:00 • 09 mar. 2020

Esta historia que les voy a contar bien podría haber sido el guion de la célebre película de Luis García Berlanga “El verdugo”. Si recuerdan, en aquella historia el gran Pepe Isbert encarna a un recién (y obligado) casado que, ante la falta de medios económicos para sostener a su nueva familia, se ve de forma inmisericorde a sustituir como verdugo a su pronto jubilado suegro. Las penurias que pasa José Luis, su personaje, para sortear las acciones de su nuevo oficio lleno de carcajadas los cines de toda España. No dejaba de ser una gran crítica encubierta al régimen franquista, pero Berlanga siempre supo enmarcar su denuncia social tras las cámaras.




Lejos de ser una ficción, la historia de nuestro verdugo se desarrolla entre Burgos, Asturias y Argentina. Corría el año 1912 y nuestro desconocido, porque no nos legó su nombre, entró a la edad de treinta años a trabajar en la Audiencia de Burgos. Allí hizo carrera pronto hasta ser designado verdugo oficial. De vida disoluta, era amigo de bares, tabernas y mancebías, donde derrochaba su modesto sueldo en aguas y amigas. Casi arruinado y despreciado por su propia familia (¡ay, pobre!)  solicitó el oficio de verdugo. Guardó su vergonzante trabajo a familia y amigos, pero quiso el destino que su corazón, ya recuperado de otros amores imposibles, se fijara en una muchacha, de quien se decía que era una lindísima modistilla bien mirada. La muchacha debió de prenderse también de nuestro verdugo porque a los pocos días enlazaban sus dedos como dos chiquillos. Mal quiso el destino que ella se enterase de su oficio y de la propia impresión a una caja de pino marchó. Él, desesperado por no tener a su amor, repudió su labor de verdugo y la vida también se quiso quitar. Delante de un tren puso su cuerpo en espera de que aquella bestia le quitara su sufrimiento. Quiso la vida que un muchacho, asombrado por tamaña locura, le frenara de sus deseos: ya bastaba que él quitase vidas para que él mismo robara su alma. “¿Qué haces, imbécil?”, cuentan los testigos que le dijeron ese feliz muchacho. Y el imbécil lo oyó y se bajó de las vías. El ofensor no era otro que un ladrón que huía de Burgos tras desvalijar la sacristía de la catedral. Cosas veredes, que diría Don Quijote. Pedro Moro, que así se llamaba el Robin Hood burgalés, le recomendó que huyera a la Argentina, que allí hiciera fortuna y se alejara de los malos pensamientos de Satanás.




Y para la Argentina se fue. Supo buscarse la vida en una tienda de ultramarinos. Pero el azar de la vida hacía que nuestro verdugo tirara por los malos caminos. Compinchado con un carrero que cargaba los sacos de azúcar y café desde la tienda, nuestro amigo echaba cada un par de ellos sin que quedara constancia en ningún registro. La reventa no es una cosa de hoy, sino que ya se hacía de antaño. Y en ese negocio se metieron carrero y verdugo. Empoderado y ensoberbecido, empezó a hacer negocio por su cuenta y riesgo. Y no le fue nada mal. En poco más de dos años tenía una fortuna considerable. Se hizo honrado y empezó a comerciar con los lugareños hasta convertirse en uno de los comerciantes más “influencer” de la zona. Y he aquí que perdió la honradez volviendo a las aguas y a las mancebías. Pero fue a fijarse en la esposa de quien no debía, y como mecha que arde la dinamita, corrió para su España natal. Casarse quiso con una muchacha que había conocido, apenas una adolescente. Jugando la carta del indiano aventurero debió de seducirla. Pero tuvo cabeza para no repetir el error que le llevó a perder a su primer amor. Le contó a la muchacha toda la verdad (o la parte que podía contar). Pero ella no deseaba su amor sino su fortuna y él, roto por el desamor, volvió a donde más le querían, las mancebías. Corría el año 1922 y borrachera allí, borrachera aquí, tuvo a bien de encontrarlo la muerte en un pueblecito de Asturias. Desecho en fortunas, legó toda su herencia a dos querencias, quizás para limpiar su alma: dejó seis millones de pesetas para la construcción de grupos escolares y un extraño legado: 10.000 duros a todo verdugo que abandonase las Audiencias y su bárbaro oficio y marchase a la Argentina a hacer fortuna y nueva vida.








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