Estamos encerrados. Es una obviedad. Pero a mí lo que me angustia de este confinamiento no es la prohibición de pisar la calle, ya que entre el teletrabajo, el cine y leer me mantengo entretenida. Lo que de verdad me genera ansiedad es pensar que alguien importante me necesite y no pueda estar. He leído en Twitter cosas terribles sobre cómo se despide a las víctimas de esta epidemia cruel. O más bien, he leído cómo no se las despide. Temo más no poder llegar que no poder salir.
Queridas autoridades, hoy no he salido de casa en todo el día. Solo he sacado una vez la cabeza por la ventana y la Policía Local ha pasado por mi puerta, parece que me estaba esperando. Dicen que la Legión se ha desplegado por la ciudad. De hecho, una colaboradora me ha enviado una imagen de legionarios en Puerta de Purchena con un texto que decía: ‘Miedo atávico’. En Murcia, a mi hermana hasta le han echado el alto cuando iba al contenedor de reciclaje.
A esta hora de la tarde, entra una luz anaranjada como de estado de alarma. También hace un tiempo raro que confieso que disfruto un poco porque de algún modo nos iguala: no importa que tengas jardín o una terraza con vistas, todos recluidos dentro. A estas alturas el mundo entero sabrá que ni vivo en el Paseo de Almería, ni tengo un chalé. Tampoco me quejo. En mi barrio hay sonidos que me desconciertan en la quietud de la tarde: los graznidos de las gaviotas. Y sonidos que me conectan con la vida: el repicar de las campanas de la iglesia.
Tengo una amiga que no ha podido abrazar a su sobrina el día de su cumpleaños por primera vez desde que nació. Anda como loca buscando en redes sociales vecinos que le canten ‘cumpleaños feliz’ (lo que ha tenido que pasar para que volvamos a mirarnos a los ojos en el portal). Yo misma este domingo no voy a poder ir al bar a beber cerveza con mi padre aunque es 19 de marzo, el día de todos los padres. Y no es que crea en la fecha, pero tengo momentos de pedir la hoja de reclamaciones y agitarla fuerte en el aire para que alguien nos devuelva todo lo que nos estamos perdiendo. Luego pienso en que hay familias que están perdiendo algo más que momentos y me mando callar.
Hablo sola, será que echo de menos el jaleo de una redacción. Cuando ya tenía listo este artículo a falta de un final, me ha sucedido una cosa mágica. He recibido un mensaje: “Asómate a la ventana”. Abajo estaba la compañera más dulce de mi periódico regalándome una sonrisa. Iba camino de la farmacia. He abierto el cristal y le he contestado: “Te voy a sacar en mi columna”.
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