Que se acabe el pan o la leche, para muchos es una bendición: por fin hay un motivo justificado para salir a la calle, una calle vacía y silenciosa, metafísica como ha aparecido muchas veces en sueños. Porque solo en los sueños los hombres llevan sus labios sellados, su gesto oculto tras una tela que los aísla de su humor, que no contagia expresión sino ocultamiento.
Para muchos salir a la calle en estos días es una experiencia nueva, una reconstrucción de la realidad que siempre les ha circundado. Quizá sienten la ausencia. La nostalgia del cotidiano murmullo de la vida en la ciudad. El recuerdo de esa esquina donde una vez un tipo despistado te dio un pisotón porque iba chateando con el móvil ajeno a todo lo que le rodeaba, metido en su entropía social, la entropía a la que estábamos acostumbrándonos en esta era digital. La floristería, ahora cerrada, nos recuerda el aroma de las rosas y los nardos cuando salíamos del mercado y nos impregnaba el olor que borraba de golpe los aromas de los puestos de verdura y fruta.
Las calles están llenas de vida incluso ahora, en su ausencia de vida, siguen estando repletas de recuerdos y memorias. Han transformado sus sonidos, su imagen, pero siguen resonando en ellas los pasos discontinuos de aquella noche en que volvimos a casa abrazados a unos brazos nuevos; la persiana cerrada de aquel bar donde perdimos una vez la conciencia o bailamos hasta que las piernas cedieron o el alcohol se expandió anegándonos como un sunami; el banco del paseo marítimo donde vimos un atardecer que nos llegó a las entrañas y nos sacó de nosotros; el semáforo donde siempre te juegas la vida, el rincón que contiene las voces de un vendedor de cupones de la ONCE.
Las calles mantienen la resonancia de nuestros pasos, de nuestro vivir cotidiano. Hemos dejado de habitarlas solo a medias; hemos cambiado el modo de habitarlas, pero mantienen su memoria, nos siguen hablando aunque quizá lo hacen en un lenguaje diferente, en otra frecuencia.
Las ciudades pueden ser más o menos auténticas. Las del Mediterráneo, aunque los planes urbanísticos demenciales de los últimos decenios se empeñen en disminuirlas a souvenir de asfalto, conservan aún cierta autenticidad. Aunque sea de ruina. Pero incluso las persianas echadas, durante años, de ciertos negocios que llevan en su encierro mucho más tiempo debido a otras crisis, nos remiten también a algún recuerdo quizá de la infancia.
En Manila
Sin embargo a mí, que se me acabe el pan o la leche no me produce ninguna satisfacción porque salir a la calle es exponerme a la soledad plástica de un espacio vacío y deshumanizado. Los altos rascacielos de las inmensas avenidas desconocidas por donde no transita un solo coche, por donde no camina un solo ser, me miran desde lo alto de su impersonalidad empequeñeciéndome y haciéndome sentir aún más ajena, una extraterrestre.
Las inmensas avenidas circundadas de rascacielos de cristal, sus anchas aceras que no se pueden cruzar si no es por un subterráneo igualmente vacío, me devuelven un silencio atronador, un silencio existencial, una hostilidad galáctica. En ninguna esquina se acumula un pedazo de memoria, ninguna intersección me devuelve un recuerdo, ningún portal me regala una nostalgia, ninguna brisa me trasporta a ninguna isla, ningún rostro me trae un paisaje, ninguna sombra me protege del sol abrasador, ningún recoveco me cobija. Las flores de los parques reservan sus perfumes para transportar a otras gentes; las esculturas de las enormes plazas conmemoran héroes que me son ajenos y ahí, en la absoluta soledad de mi pequeño cuerpo, nada comunica conmigo. Los ojos de los filipinos no me habitan, no sé quiénes son, qué hombre o mujer se esconde tras esas máscaras.
No tengo memoria, no me ha dado tiempo a entender ni uno solo de sus códigos. No quiero ir al supermercado, que son supermercados inmensos dentro de centros comerciales para ricos que ahora están cerrados. Debo pasar por esos mastodónticos mausoleos del consumo atravesando la nada del agujero negro que me acompaña y que se refleja en los escaparates de Vuiton, Gucci, Armani, y McDonalds y Starbucks y 7 eleven que se multiplican cada 300 metros multiplicando mi lejanía, cerrados a cal y canto como mi experiencia, cerrada a cal y canto, sin darme la posibilidad de tener una relación natural con un entorno artificial. No hay nada. Ni siquiera yo.
O quizá solo soy yo, vagando por las calles de una ciudad inconmensurable, sin saber si mi atuendo es adecuado, si mis hombros descubiertos son adecuados, si comprar cigarrillos es adecuado, si represento un peligro o una presa. Porque no he tenido tiempo de saber dónde estoy ni quién es la gente que habita estas tierras; si las miradas de los filipinos y las sonrisas que intuyo bajo sus máscaras son sinceras o impostadas; si debo hablar con naturalidad y cercanía o debo protegerme ante una barrera social que desconozco.
Distorsión
Vivo en Manila desde hace casi un mes y solo he intercambiado tres palabras con hombres del supermercado y con el portero del edificio. A mí, que me encanta devorar las ciudades, morder la vida, arrancar los secretos a las tribus, penetrar en las miradas y en los cuerpos, infiltrarme en las vidas ajenas, retorcer los códigos, bailar entre culturas me veo arrinconada a una conversación de ascensor, dominada, a su vez, por el temor a un contagio; mutilada al discurso de lo que valen las verduras una vez por semana. Se me caen los pesos y los dólares y los euros por el canal abierto de mi distorsión.
Una vez por semana me asomo a esta ciudad titánica y desposeída, plagada de bancos y entradas de lujo a edificios de lujo que en su impertinente silencio me desplazan, me echan de su centro. Podría dar una vuelta a la manzana, pero la desposesión de la ausencia de una ausencia me vacía aún más.
No tengo memorias, ninguna esquina me depara un encuentro, ningún árbol repite el eco de un secreto robado, mi sombra me despista y se desplaza por las calles en curva de mi barrio que fue construido sobre las pistas del antiguo aeropuerto. Y esta idea me saquea un poco más de todo lo vivo, porque el aeropuerto es tierra de nadie, es fuera de lugar o lugar tan común que desaparece; es tránsito, es escala pero jamás será hogar. Las calles de mi barrio dan vueltas gigantescas, hechas a medida de los giros gigantescos que deben dar los aviones. Tengo miles de historias de aeropuertos, nunca pensé que acabaría viviendo en uno.
Carmen Ruiz de Apodaca es profesora del Instituto Cervantes y acaba de conseguir su plaza en Manila. Es autora del libro, publicado por la Editorial de la Universidad de Almería (UAL), ‘835 días en Nueva Delhi’.
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