El aislamiento que produce el hecho de vivir el confinamiento en soledad puede llevar a caminos insospechados. Incertidumbre por no saber el alcance ni la duración de la pandemia. Ansiedad por no poder ver a tus seres queridos. Tristeza ante imágenes como las que ofrecía un Palacio de Hielo de Madrid convertido en morgue y el recuerdo de tantas personas que se han ido sin despedirse de los suyos.
A lo largo de los 40 días más duros de la crisis del coronavirus, el fotógrafo Rodrigo Valero pasó por esos estados. Alejado de todo y de todos en Retamar, se dijo a sí mismo que para no volverse loco lo importante era gestionar lo único que le sobraba: el tiempo. El espacio estaba claro, era el que le proporcionaba su propia casa.
Ahora que la nueva normalidad nos ofrece un pequeño respiro, el creador almeriense empieza a asimilar la envergadura del proyecto que ha concebido durante el confinamiento. Una serie fotográfica que refleja de forma poderosa lo mejor y lo peor del encierro a través de imágenes metafóricas, trufadas de referencias, en las que el hombre, él, se multiplica a medida que pasan los días: de la soledad de la primera instantánea a los 40 ‘Rodrigos’ que cierran la cuarentena.
Si en la imagen primigenia el protagonismo es para el móvil -nuestro ‘mejor amigo’ durante la pandemia-, conforme pasan los días se suman a la escena nuevos ‘yo’. “Siempre hay uno que lleva la batuta, que suele ser el que luce la mascarilla”, indica a LA VOZ Valero. Cuantos más son, aumenta la complejidad. Y por raro que suene, se produce una convivencia entre ellos que no es otra cosa que una convivencia con uno mismo.
“Hay fotos que me han supuesto un trabajo de cinco o seis días de edición, y luego está la dificultad desde el punto de vista técnico, porque el equipo que tenía era escaso: apenas la cámara y un trípode, por ejemplo, me faltaba un disparador automático. También ha sido fundamental controlar los espacios para no repetirme, respetar las sombras; haber estudiado Bellas Artes me ha venido muy bien por los conocimientos sobre la luz y luego está el tema de la interpretación, me he esforzado mucho a la hora de comunicar distintos estados de ánimo”, reflexiona.
En escenarios tan cotidianos como el baño, el dormitorio y el salón reconocemos el que ha sido nuestro día a día durante la crisis de la Covid-19. El conflicto interior entre nuestro lado bueno y menos bueno. Los sueños que se encadenan cuando uno está despierto. O el papel que ha jugado la cultura, presente a través de dos homenajes: uno a la música y otro al libro como faros del pensamiento y el alma humana. Sin ir más lejos, Valero mismo ha compuesto 28 temas con el piano, el último inspirado en la historia de Prometeo.
A lo largo del proyecto aparecen múltiples guiños a la religión. Así, en la foto 33 (la edad de Cristo) un Rodrigo desnudo reparte pan a otros 32. En la 13 (por los doce apóstoles, más Jesús) asistimos a una reinterpretación de la última cena. Y tampoco falta la alusión a la simbólica escena de la crucifixión. “En el tratamiento de los claroscuros hay una referencia implícita a la pintura flamenca”, indica el artista.
Fantasías con una exposición a lo grande
Esta serie fotográfica que Rodrigo Valero fantasea con ver expuesta a lo grande tiene que ver la necesidad que hemos sentido todos de tener la cabeza ocupada. También con la introspección y el conocimiento de uno. Pasamos las imágenes y advertimos la pérdida de peso de su protagonista. Escrutamos al verdadero Rodrigo como quien busca a Wally. Y nos invade la sensación de que hay una interacción con el espectador.
“Hoy me dicen de volver a hacerla y diría que no; me levantaba a las cuatro para seguir editando”, expresa.
Pero, ¿nos ha cambiado el confinamiento? ¿le ha cambiado a usted? “Sin duda. Este proceso de estar aislado nos ha cambiado a todos de alguna manera; te acabas preguntando dónde estás y, sobre todo, hacia dónde vas. Lo malo es que el ser humano tiene una memoria de pez y se nos acabarán olvidando los propósitos de la cuarentena. Pero esto nos ha servido para valorar las cosas y comprobar que no somos inmortales: un virus ha parado el mundo y se ha llevado por delante no solo a gente humilde. Ha hecho que se nos bajen los humos, ha sido una cura de humildad y nos ha recordado que estamos aquí de paso”, concluye.
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