Recuerdo de forma nítida esa sensación porque se repite como un resorte cada Nochevieja. Es comerme las uvas e invadirme una mezcla de sosiego y de espera curiosa ante el año nuevo que empieza. Todas mis expectativas recobran el brillo como si alguien accionara un interruptor y pusiera el contador a cero. Como si el paso del tiempo y la decepción nunca las hubieran ensombrecido, ni fueran a volver a hacerlo. Lo sé, es una manía tonta. Pero más ridículo es confesar que en los primeros minutos de 2020 me embargó el presentimiento de que esta vez la realidad estaría a la altura. Podría prometer que incluso lo sentí físicamente. A la luz de los acontecimientos, está claro: no tengo precio como visionaria.
El año empezó con los buenos propósitos de todos que, en mi caso, tampoco eran muy ambiciosos: pasear por sitios bonitos y separarme lo mínimo de la gente a la que quiero. Justo dos de las cosas que han saltado por los aires con la pandemia del coronavirus. Pero entonces solo estábamos en enero y seguíamos viviendo en nuestra burbuja de irrealidad mientras observábamos de reojo cómo los chinos levantaban un hospital en diez días en una ciudad cuyo nombre pronto aprenderíamos a escribir y a pronunciar. W-u-h-a-n.
No fui la única que se las prometía felices en 2020. Porque llegó febrero y seguimos planificando nuestro futuro sin saber que el mejor plan es no hacer planes. Proyectamos viajes y mudanzas. Echamos currículum e iniciamos relaciones a distancia. Dejamos para mañana ese fin de semana en casa de nuestros padres. Éramos ricos, teníamos todo el tiempo del mundo.
Sin embargo, el 14 de marzo la hoja del calendario cayó sobre nuestras cabezas como una losa. En una imagen propia de una película apocalíptica, el presidente del Gobierno compareció en directo en televisión para declarar el estado de alarma, cerrar las carreteras y prohibir toda salida de casa que no fuese para comprar alimentos y medicinas. El mundo tal y como lo conocíamos fundió a negro. Tuvo que hacerlo para que descubriéramos que habíamos sido libres hasta que todo se fue al carajo.
Lo que vino después, ya lo sabéis. La Gran Vía, desierta y la Fontana de Trevi, a solas. 99 días de aplausos en los balcones movidos por la única fe que éramos capaces de profesar: la confianza ciega en unos sanitarios que se asomaban tras sus mascarillas con la mirada cansada. El drama de las residencias y las pérdidas que no estuvieron precedidas por una despedida. Con colegios y parques cerrados, los niños se convirtieron en rehenes de su propio dormitorio mientras sus padres trataban de teletrabajar unos metros más allá. La falta de espacio y de aire trajo divorcios y, en los casos afortunados, el ‘baby-boom’ de la llamada generación de la pandemia. La soledad estuvo a punto de declararse emergencia global. Las Fallas, la Semana Santa y las ferias sumaron un año en blanco. Y la cultura, los bares y los jóvenes fueron señalados porque buscar culpables siempre resultó más sencillo que ofrecer soluciones. El cielo lució de un azul resplandeciente y la naturaleza intentó en vano recuperar lo que es suyo, mandando de avanzadilla una pareja de jabalís a la Rambla de Almería y grillos a tu ventana. Ahí quedan también los titulares grandilocuentes: que si Europa se enfrenta a su mayor reto desde la Segunda Guerra Mundial, que si esto es lo más parecido a una guerra que vamos a vivir algunos.
En la segunda mitad de 2020 aprendimos a surfear la ola de contagios. Tratamos una y otra vez de emular esa vieja normalidad que tanto echamos de menos hasta que los datos nos pasaban por encima y volvíamos a escondernos. Comprobamos que se puede vivir sin abrazos, aunque a estas alturas la tristeza ya se nos haya pegado a los huesos. Ahora albergamos la esperanza de la vacuna, pese a que nadie se atreva a verbalizar si ponérnosla constituye el billete de vuelta a lo que teníamos antes.
Hay una frase de ‘El amor en los tiempos del cólera’, de Gabriel García Márquez, en la que Fermina Daza trata de aplacar la urgencia amorosa de Florentino Ariza que se ha prolongado a lo largo de toda una vida. “Deja que el tiempo pase y ya veremos lo que trae”, le dice. Quizá esta sería la mejor enseñanza para afrontar las campanadas de este año. Pero qué queréis que os diga: soy de las que se hunde con el barco y me temo que ni 2020 me librará de volver a esa sensación. Es accionar el contador y tener el pecho rebosante de anhelos. El anhelo de ver el final de una pandemia.
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