Son las doce del mediodía y no hay un alma en las calles. Bajando por la Avenida de los Juegos del Mediterráneo del Toyo se hace complicado encontrar un resquicio de sombra a esa hora. A la izquierda, un jardinero se refugia del sol con un sombrero de paja mientras cuida el césped de un residencial privado. Un coche de la Policía Nacional pasa a ritmo pausado al otro lado de la calle. Lo primero que llama la atención son unos pies asomando en mitad de la acera. Al pasar, se revela un joven tumbado sobre el pavimento, cobijándose en la sombra que regala la caseta de una instalación eléctrica. Está completamente dormido. Pero no hay ni rastro del bullicio esperado. Aún faltan unas cuantas horas para que ese desolado paraje se convierta en la capital mundial de la música electrónica, en la que los mejores DJ del planeta se dan cita durante los cuatro días que dura el festival Drembeach.
A lo lejos, de repente, aparece una pequeña aglomeración de gente, a la que se van sumando más y más personas. La estética dominante suprime las camisetas, y deja al aire libre torsos desnudos, bañadores y gorras. ¿El motivo de su reunión? Un supermercado. Unos chavales han aparcado una furgoneta en la puerta del establecimiento y, con un carrito azul de una conocida cadena, cargan docenas de bebidas, refrescos y bolsas de hielo. En el supermercado, que tiene el tamaño de un ultramarinos, no dejará de confluir gente hasta bien entrada la noche.
Pero el producto estrella no es la ginebra o los vasos de plástico, sino el agua. Decenas de grupos de jóvenes caminan desde los comercios hasta el camping cargando tantas garrafas como soportan sus manos. “La gente aquí está deshidratada. Ni siquiera hay toldos suficientes para todos. Han tenido que poner adicionales de aquella manera y tienen agujeros, uno no sabe muy bien qué está pagando”, asegura Miguel, un asistente al camping del festival.
“Es insignificante el número de duchas y baños en relación a la cantidad de gente que hay aquí, la cola es gigante todo el tiempo”, subraya otro asistente, aunque recalca el buen ambiente del evento, en el que no hay más que “gente pasándoselo bien, sin peleas”.
Discordia
El Dreambeach, como cualquier festival del mundo, creó revuelo en la zona cuando se anunció su traslado y partidarios de uno y otro bando parecen lejos de encontrarse. “La gente estaba muy preocupada con el tema del sonido, pero nosotros tenemos una perra en casa y no hemos tenido problema alguno con el ruido”, comenta una vecina. Otro, sin embargo, se queja de la imagen que dejan algunos “festivaleros” al ir orinando “en cualquier sitio”.
Los dueños de María La Criolla, un establecimiento de empanadas argentinas, están encantados con el festival, aunque no han notado una excesiva mejoría en el negocio, que ha sido mucho menor de lo que se esperaban, aunque aún queda el día más fuerte para poder hacer el balance. “La gente tenía miedo de que todo se llenara de borrachos y basura, pero para nada, solo es gente joven que viene a pasarlo bien”, comentan, y hacen hincapié en la sensación de seguridad que se percibe: “Nunca vi un lugar tan blindado, hay coches de la Policía por todas partes”.
Perjudicados
A pesar de que los supermercados están ‘haciendo el agosto’, no todos los negocios ven el festival con los mismos ojos. LA VOZ ha podido hablar con un hotel, que prefiere no dar su nombre, al que el Dreambeach “está perjudicando”. Para empezar, aseguran que al anunciarse la celebración tuvieron que avisar a todos los clientes con reservas para los días que dura el evento y la gran mayoría quiso cambiar las fechas, por lo que estiman la ocupación de sus habitaciones en un cincuenta por ciento. “Los asistentes al Dreambeach no son nuestro público objetivo. El Toyo es una zona de relax, familiar, y el ambiente que trae el festival no lo es”, aseveran.
Asimismo, añaden que han tenido que aumentar costes, como los relativos a la seguridad, y sus ingresos han disminuido de forma considerable, además de “tener que aguantar a algún que otro vándalo” orinándole los aledaños.
Supermercados, vecinos, hosteleros y asistentes tienen opiniones dispares de lo que aporta o resta el festival a la zona y, como es de esperar, cada cuál busca proteger lo suyo. Lo que nos ha enseñado la naturaleza es que cada vez que un nuevo elemento brota en un ecosistema es cuestión de tiempo que comiencen las reacciones.
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