La cueva de El Pirri, el sueño hecho realidad de un cantaor flamenco

La cueva de El Pirri, el sueño hecho realidad de un cantaor flamenco

Guillermo Fuertes
23:01 • 29 jul. 2012

Es un lugar que tiene magia. Duende. Una energía “rara, pero en el buen sentido”, dice Pirri, levantando un dedo. Es una ensoñación hecha realidad a fuerza de paciencia, de años y de trabajo con las manos desnudas, es el sueño de una vida que continúa, una quimera que se mantiene viva.


“¿Es que he terminado?”, dice, abriendo los brazos. “Esto no termina porque es una misión que tengo. Mucha gente también ha venido, y se quedan: “Ahhh”. Este es un lugar que tiene su misterio porque lo he hecho todo a mano, sin usar ni una regla. Piedra a piedra. Me decían que estaba loco...”.


“¿Cuántas veces te han dicho que estás loco, Pirri?”, le pregunto, mirándolo a los ojos. Se detiene y me mira fijo, pero enseguida sonríe, también con la mirada, y dice, moviendo la cabeza: “Muchas. Porque todas estas piedras han sido traídas aquí, buscadas en el monte... Pero fíjate, todos me decían que estaba loco, pero todos me traían piedras. ¡Hasta el Tomate, de chiquitillo, me traía piedras de la playa!”, ríe, y señala por la ventana hacia los barrios que se apiñan más abajo: “¡Todos..!”.




Juan Heredia, El Pirri, es uno de esos hombres que llevan por dentro un arte que a veces ni ellos pueden explicar. No es muy alto, y a sus 69 años su rostro refleja la mucha vida que ha vivido, las fatigas y las alegrías, los viajes por los escenarios del mundo y los trabajos de muchas épocas. Los hijos, los nietos y bisnietos. Los sustos de la salud. Pero, sobre todo, es un hombre que sonríe mucho, pero infunde respeto.


La luz de la tarde comienza a amarillear sobre Almería y su puerto. El día ha sido asfixiante, pero en la pequeña terraza de la cueva del Pirri se está en la gloria, con una brisa que llega cargada de olor a mar. Allí, sentado tranquilamente junto a su Dorita León, contempla el paisaje dominado por la Alcazaba, y recibe a los familiares y amigos que suben a echar el rato.




“Llevo ya 46 años aquí metido”, dice. “¿Pero que encontró aquí, qué tiene esto?”, le pregunto. Se encoge de hombros. “Pues yo que sé”, responde, “yo siempre le he visto una luz muy fuerte... Estoy elegido para estar aquí, es una cosa que embruja. Yo he estado por ahí actuando, lejos, y me he acordado de esto, y me ha dado una cosa muy rara... Rara en bien, claro”, repite.


Piedra a piedra




A la cueva del Pirri se llega subiendo hasta el ‘Cerrillo del Alambre’, en el último confín de La Chanca. Hay que subir por un dédalo de escaleras y cuestas de cemento, y aparece por fin casi en la cima, casi el límite de la ciudad por Poniente.


En la entrada, unas empalizadas protegen unos pequeños huertos, y ya se intuye la originalidad del lugar, pero es cuando se traspasa el estrecho umbral cuando el “Ahhh” aflora en la garganta. Pirri sonríe, y asiente. “Siempre me ha gustado como hacen los moros sus casas”, dice, “por fuera, sin adornos y hasta feo. Pero por dentro... Ahhh...”.
Todo está hecho con piedras. Miles de piedras que forman paredes y suelos, muros, nichos, arcos y ventanas. Todo hecho a mano, unidas con cemento, con detalles de colores. Se entra a una estancia abierta, y de ahí, pasando bajo un pórtico que culmina una virgen, a la terraza, austera, con unos bancos y una pequeña mesita.


En las paredes cuelgan algunas herraduras, macetas e imágenes, pero, sobre todo, son piedra limpia. Entonces, tras recibirte y conversar un poco, el Pirri te invita a que veas la cueva. Y allí se multiplica el asombro. Las paredes, blan


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