Volvieron pero ya no estaban los pupitres inclinados ni la enciclopedia Alvarez donde aprendieron la historia de Viriato, pastor lusitano.
Regresaron con la emoción en los ojos, 45 años después, al colegio rural de la Era de las Piedras de Gádor, el lugar donde fueron creciendo entre vasos de leche en polvo y pedradas al albaricoquero vecino.
Se fueron infantes, con trenzas y pantalones cortos, y volvieron el otro día, ya maduros, como los membrillos en otoño, a su antigua escuela, con la misma maestra, doña Carmela. Y se encontraron con que su vieja aula es ahora un almacén donde se amontonan insecticidas agrícolas.
Todo comenzó cuando Lola Plaza, una de esas niñas inocentes de la imagen, desempolvó una vieja foto del curso de 1968. Su cerebro empezó a fantasear con lo entrañable que sería un reencuentro de los protagonistas casi medio siglo después. Coincidió en un entierro en Benahadux con Miguel Luis, un militar, que junto a Juan Antonio Almansa, técnico de Endesa, organizaron esta cita de antiguos escolares de la Era de las Piedras, uno de los últimos colegios rulares de la provincia, donde el patio del recreo había sido el espacio donde se trillaba el cereal.
En menos de un año consiguieron localizarse : unos habían emigrado a Barcelona o se habían trasladado a Roquetas o a Vélez Rubio. Se encontraron con que cuatro habían fallecido y uno está siendo acechado por el Alzheimer. Se reunieron a almorzar en Las Rejas, en Gádor, y entre cucharadas de salmorejo y bocados de rodaballo, con la presencia de su primera maestra doña Carmen Amate, fueron derramando anécdotas y evocando aquellos días en los que, mientras en París los jóvenes lanzaban adoquines, en una escuela almeriense los niños atravesaban bancales de naranjos, caballones y acequias del Andarax para aprender las cuatro reglas. Eran hijos de jornaleros de los cortijos de Cuevarata, la Capellanía, el Concejo o Las Tueras.
Aquellos días en los que cuando faltaba la maestra, aparecía don Rafael de sustituto para tomar la lección en el estrado, antes de salir como liebres a correr y a jugar a las tejas en el recreo con sus pantalones gastados. Excepto cuando llovía, -antes sí que lo hacía- que estudiaban, como Machado, monotonía tras los cristales. Han vuelto, ya casi jubilados, al lugar de donde partieron, sin las hormonas y el acné de entonces. Eran una treintena de niños y niñas con una maestra casi tan joven como ellos, en una imagen en que miran con la ilusión del porvenir, de los que tienen toda la vida por delante.
Posaron 45 años después, entre risas, en el mismo lugar donde aprendieron a convivir, unos ingenieros, otros profesores, amas de casa o comerciantes, en ese lugar que para ellos no ha cambiado, que sigue siendo el mismo, aunque ya no huela a goma de borrar.
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