Cuando dije hace un año que venía a vivir a Marsella muchos amigos me dijeron que estaba loco, que era una ciudad peligrosa. En un año nunca tuve un problema, ningún robo, ni siquiera una escena de violencia callejera. Y es que los bárbaros viven en todas partes, y algunos incluso pretextan el fútbol para odiarse. El sábado pasado tuve suerte, no estaba en las inmediaciones del Vieux-Port cuando ingleses y rusos decidieron demostrar su aversión al otro. Sin embargo, un amigo mío no tuvo tanta suerte. Me dijo que los gases lacrimógenos quemaban su garganta mientras a duras penas huía por las calles aledañas, cubiertas enteramente por botellines de cerveza.
Los aficionados al fútbol (los de verdad) tienen algo en común con los aficionados a los toros: siempre usan los mismos argumentos cuando se les ataca. Que el toro vive a cuerpo de rey antes de morir, que si los toros no se han extinguido ya es gracias a la tauromaquia, que su violencia no es violencia sino arte, etcétera. En cambio, los aficionados al fútbol (los de verdad, insisto) sancionan cualquier tipo de agresión, dentro y fuera del campo, argumentando que la violencia no es fútbol. Y tienen razón. El problema es que ni en los mundiales de ajedrez ni en los de badminton hay hooligans. Es curioso cómo un mismo idioma dio nombre a un deporte basado en el fair-play entre once jugadores en igualdad y a su antítesis.
Cuando tenía doce años me gustaba el fútbol. Era un apasionado del Madrid y de Roberto Carlos. Tenía mi habitación cubierta con fotos de aquella bestia de metro 68 de estatura con nombre de balada. Para mi duodécimo cumpleaños me regalaron la camiseta oficial con su número 3 de lateral izquierdo. Me gustaba verlo en las ruedas de prensa con su voz diminuta y su sonrisa de paleta partida. Me gustaba verlo en el campo, con aquellos cuadriceps más grandes que su cabeza, cogiendo carrerilla en las faltas para enviar el balón a alguna galaxia lejana. Pero un día el Benerbahçe lo compró por demasiados millones para un jugador con 34 años. Y se fue a Turquía. Y yo comencé a entender lo que no era fútbol pero sí formaba parte de él.
Sólo un imbécil no tendría en cuenta el fútbol. El fútbol es la vida, nuestro reflejo. Ver la alineación de la selección francesa es la mejor manera de entender a un país racista y a la vez mestizo como es Francia, un país que se odia a sí mismo. Da igual que fueran ingleses, rusos o franceses los que este sábado se lincharan en Marsella. El odio no tiene nacionalidad ni bandera.
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