Almería, guía sentimental

Almería, la Puerta de Oriente y llave de toda riqueza, fue saqueada y arrasada por el Papa, los Genoveses y Alfonso VII. Renació hermosa, marinera y feliz. Y hace

Fausto Romero-Miura Giménez
01:00 • 04 dic. 2016

Erase una vez, hace mil años, una ciudad maravillosa, la Puerta de Oriente y llave de toda riqueza, en la que había mil menos treinta hosterías y ochocientos telares para tejer seda, cinco mil casas, y sus habitantes, “bien formados, generosos, de buen natural, muy hospitalarios y leales en extremo”, que eran 60.000 -frente a los 26.000 de Granada, 17.000 de Zaragoza y 15.000 de Valencia y Málaga- “pasean vestidos de blanco, como palomas”.
La calidad y la fama de los tejidos hizo que se exportasen a todo el mundo conocido, por lo que la marina mercante de la hermosa ciudad era célebre en todo el Mediterráneo, al igual que su flota guerrera y la de sus piratas, con el célebre Maimono a la cabeza.
La hermosa ciudad era una explosión de vida –sus zocos, una multitud de gentes extrañas, mercaderes, encantadores de serpientes, músicos, aguadores...- una especie de microcosmos cultural en el que se movían y vivían sabios de todas las ramas del saber.
Pero..., ¡ay!, fatídica palabra; la rica y gozosa ciudad era un botín muy apetecible, por lo que el Papa Eugenio III, los Genoveses –cuya escuadra fondeó en la bahía que hoy lleva su nombre, ¡mal Ponientazo no los hubiera hundido!- y el Emperador Alfonso VII, la saquearon y arrasaron, dejando sólo, para su actual escudo, la Cruz roja de Génova.
... Pero otros casi mil años después, con  los frutos de sus uvas y sus minas, la ciudad volvió florecer. Y renació como mediterránea, luminosa, alegre, con “casas grandes y bajas, / con amplitud de zaguanes, / y patios, y huerto a la espalda, / desvanes, sótano, aljibe, / anchas puertas y ventanas” que se alineaban “como toreros en el paseíllo, / usando la montera / de sus terrazas, / pañuelos extendidos / al sol del mediodía”. 
Pero (otra vez pero) esa  ciudad también murió y, de ser “ventolina marinera, sol y cal”, “colores, mar y cielo”, se transformó, como escribe Fernández Revuelta, en “bosques de columnas grises / con espacios cúbicos / para engendrar los seres”, y, claro, no es raro así que el alma de la ciudad tenga ahora “la color cansada de un domingo de invierno”, según Ángel Berenguer.
Es lo que pasa cuando el alma del hombre es sustituida por el cemento desalmado. 
La tragedia, el destartale, de Almería ocurrió en la década fatídica de los años 60 del siglo XX, como quien dice, ayer: quienes, hoy, ronden los cincuenta años han asistido en directo a la demolición de aquella ciudad de alegre alma contagiosa que vivía en la calle, por las que lo que circulaba eran los petos, los sansones, las chapas, los balones, en circuitos que pintábamos en las calzadas sin miedo a que algún coche nos atropellara… Había tan pocos que las ordenanzas municipales disponían que se aparcase a la sombra.
Los almerienses, en aquella época, malhadadamente nos sentimos nuevos ricos y creímos que crecer a lo alto en vez conservar nuestra esencia e irnos al otro lado de la Rambla -que estaba virgen-, haría de Almería una ciudad más importante y cosmopolita. Y, así, logramos hacer la ciudad más despersonalizada, desangelada y destartalada de España. Para mí, al menos.
Se esfumó la ciudad maravillosa y su manera de ser: se le hizo un cuerpo nuevo, frankensteinizado, pero voló su alma: Almería dejó de vivir en la calle, al sol y a la luna, a la puerta de las casas, en los terraos, en los cines –de invierno y de verano- de cada barrio…
De ser, todos, amigos en el barrio, nos convertimos en cohabitantes de colmenas, inamistosos e indiferentes: no es sólo que las puertas ya no estén abiertas ni hablemos entre los vecinos de la colmena, sino que tenemos videoporteros, a  modo de policías automáticos.
La nueva Almería es una ciudad enemiga del mar, separada de él por un frontón de altísimos edificios y, su Puerto -de siempre, el lugar de paseo por excelencia, y de pesca de morralla para los jubilosos jubilados- está cerrado como una cárcel. ¿En qué nos diferenciamos, así, de Albacete o Ciudad Real, por ejemplo?
Almería ¿es fea porque hemos cambiado los almerienses o es ella la que nos ha cambiado y nos ha ido haciendo antipáticos e insociables? No sé la respuesta.
Estos últimos sesenta años son los que cuenta Eduardo del Pino,  el narrador de la calle, la memoria sensible del alma de Almería, que cada día retrata en la contraportada de La Voz, en “Almería, guía sentimental de una ciudad”, un libro magníficamente editado con multitud de fotografías –las del capítulo “La Subasta del pescado”, fueron hechas por mí, y me parecen, ahora, como del siglo XIX, un mundo lejanísimo- que desde el jueves está en librerías y kioskos. 
Le deseo que su lectura le haga tan nostálgico-feliz como a mí me hace.


¿No hay dos sin tres?


Están de moda los referéndum con resultado imprevisto: primero, el Brexit; luego, Colombia. Hoy, Italia celebra el suyo para reformar la Constitución, con la práctica desaparición del Senado, la reducción de diputados y el reajuste de competencias Estado-Regiones.
Ha anunciado el “no” toda la derecha, la ultraizquierda del payaso y parte del partido gobernante. Renzi ha dicho que si lo pierde, se va. ¿Su posible potra? No consta que lo hayan apoyado Iceta ni Pedro Sánchez.
¿Y temblamos por lo de Austria?




Marina del Mar


Hace días vi a Marina del Mar en televisión hablando sobre un premio que le ha otorgado la Real Academia de Bellas Artes de Granada.
Con frecuencia me he acordado de ella: desde que, muy jovencilla, empezó en Ideal, me pareció una fotógrafa descomunal, con esa sensibilidad especial de los buenos reporteros para transmitirnos en sus fotografías todas las emociones, a base de algo tan sencillo como difícil: ver y sentir algo que ocurre ante nuestros ojos y que, los demás, somos incapaces de ver y de sentir.




El placer, solo para ricos


El Gobierno ha vuelto a traicionar su programa electoral y subido los impuestos para los licores, el tabaco y los refrescos azucarados: los pobres tendrán jodido beber Coca-cola y gintonic o fumarse un paquete de cigarrillos.
¿Por qué coño no le meten mano de una vez al despilfarro –y pesebre- de las caóticas y perturbadoras  Autonomías, y al gasto público superfluo, en vez de joder a quienes menos tienen?
¡Tengan lo que hay que tener y dejen de echar siempre el pago del déficit sobre los más sufridos!





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