El Misterio de las Chapas

José Luis Masegosa
22:22 • 18 dic. 2016

No es Navidad, pero hace más de un mes que llegó a las calles y establecimiento. Lejos del sentido real de esta celebración cristiana asistimos a unas de las semanas que mejor hablan de la fiebre consumista que devora por doquier, un afán consumista parido en las entrañas del sistema de economía de mercado. La misma economía que hace unas cuantas décadas  despertó en mi paisano Manuel Miralotodo el interés y la curiosidad por conocer qué había en el interior de las “chapas” que su padre, un cabrero criado y formado a la sombra de un cortijo del Sur, percibía  en concepto de salario, al igual que el resto de empleados y trabajadores de la finca de don Jacinto. Unas chapas que cuando llegaban todas las semanas a manos de su madre desaparecían con cierta premura y pasaban a otras manos, las del tendero del pueblo, quien , según Manuel, las  cambiaba por garbanzos, arroz, azúcar, café y otros alimentos con los que su madre cocinaba para dar de comer a toda la familia: sus padres, su hermana y él. Entre los aromas del heno húmedo y las briznas de la paja, mi buen Manuel se preguntaba a diario qué tendrían aquellas chapas cuya llegada aguardaban con tanta alegría y ansiedad todos los asalariados del cortijo de don Jacinto, uno de los mayores propietarios de la comarca. La irresistible capacidad observadora de Manuel no quedaba en el misterio de las chapas. No había cumplido aún los ocho años cuando, siguiendo la costumbre de los demás manijeros con su progenie, su padre le llevó a conocer el mar por primera vez. Manuel cayó desfallecido ante la azul inmensidad del Mediterráneo, pero una vez restablecido del sincope su inquietud le llevó a degustar el agua marina. Una arcada y el comentario “parece que tiene sal” fue el resultado de tan ingenua experiencia.  Apenas si Manuel  fue al perdido colegio rural en el que no permaneció más de cuatro cursos. Sus manos eran necesarias para ayudar a su padre en las tareas de pastoreo y atención al ganado, labores a las que se dedicó durante toda su vida. La duda del valor de las chapas, aquellas perras gordas de los años grises del pasado siglo, no se iba de la cabeza de Miralotodo. En un descuido de su madre el muchacho se hizo con una de esas chapas  y ni corto ni perezoso, marro en mano, Manuel y Damián se resguardaron en el monte. Sobre la superficie plana de una piedra ferruginosa  la emprendieron a marrazos con la “chapa” hasta que quedó completamente destrozada. Nada tenía en su interior. Manuel quedó tremendamente frustrado y desde entonces sólo da un valor relativo a las “chapas” de ahora. Tal vez por ello, en lugar de apuntarse a la tendencia consumista de estos días que funciona con “chapas”, Manuel busca y rebusca desde hace tiempo en contenedores de basura y en ecoparques, y con el reciclaje de los más peregrinos desechos fabrica y construye los más útiles enseres y los más bellos juguetes que regala a sus nietos. Manuel se niega a descubrir el misterio de una chapa.    







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