Copos de algodón

José Luis Masegosa
23:49 • 22 ene. 2017

Se torna efímera la memoria climatológica. La ola de frío, a fin de cuentas, salvo excepciones de cierta intensidad en  localizaciones muy concretas, no ha sido sino un invierno como los de antaño, que se prolongaba varios meses y las nieves blanqueaban durante semanas las cumbres más altas de nuestra provincia, cuando había tiempo para otro tiempo; aquel que recluía la vida al amor de la lumbre, compartida por propios y vecinos que siempre tenían a pedir de boca una lejana aventura de sus antepasados, una interesante historia más cercana, o un cuento de Calleja. Tiempo para la palabra, hogares para la convivencia, ágoras invernales que encontraron en el frío el mejor aliado para transmitir toda clase de enseñanzas,  para compartir todo, desde el conocimiento a la comida, desde el calor al afecto. Tiempo de amistad y sabañones que despertaba la solidaridad con los gorriones, a los que proveíamos de trigo o migas de pan entre cercados nevados.
Nos ha visitado la nieve  con su impoluto manto de incertidumbre entre las dificultades que ocasiona ahora y las expectativas de divertimento y alegrías. La nevada viaja a  un tiempo de infancia en el escenario rural de mi pueblo de altura, en donde a muy temprana edad me enseñaron a apreciar la arriesgada belleza de los pendidos carámbanos  de hielo en los tejados, cuan afiladas flechas de cristal en permanente amenaza sobre nuestras cabezas. El recrudecimiento del termómetro disipaba las níveas estrellas en las fuentes, albercas y balsas, y nos mostraba las naturales y rudimentarias pistas de patinaje, esas recreativas y lejanas instalaciones  que solo adivinábamos sorprendidos en las imágenes blanquinegras de la paleotelevisión de entonces. Los tejados, los árboles, las calles y hasta nuestros corazones se vestían de blanco para combatir a la intemperie en interminables batallas con lanzamiento de algodonadas bolas que casi nunca daban en la diana. En ocasiones, la competición también se ceñía a construir mediante rodamiento la bola más grande. La nieve también ponía a prueba nuestras dotes de escultores con desafortunados resultados. Pero si la inocencia de aquel tiempo ansiaba la caída de la nieve era porque nos abría la puerta del único helado al que podíamos acceder: un plato de esponjosa nieve rociada con azúcar y canela. En caso de mayor elaboración, la nieve envolvía peroles y cacerolas en los que con constancia y perseverancia se removían variados ingredientes, según gustos: limón azucarado, vainilla, chocolate…hasta que el contenido adquiría la textura del helado. Era el rico helado que  nos regalaba la nieve en los inviernos que sembraban nuestras vidas con copos de algodón.


 


NortonInternetSecurityBFNortonInternetSecurityBF






Temas relacionados

para ti

en destaque