Decididamente se han instalado en el delirio. Cuando en la tarde de la Diada leí que unos cientos de independentistas habían abucheado a militantes del PSC y del Podemos catalán durante la ofrenda floral a Rafael Casanovas mientras mostraban la otra cara de su cruel moneda aplaudiendo a Otegui llegué al convencimiento de que una gran parte de los catalanes se han despeñado por el abismo del delirio. Que un grupo de hooligans independentistas insulten a quienes llevan en sus espaldas decenas de años de lucha contra el franquismo y aplaudan a un integrante de la banda que llevó a cabo las matanzas de Vic e Hipercor y que, además, lo hagan bajo la mirada complacida del Govern, es una señal inequívoca de que han perdido el norte.
Escribir del problema catalán desde este rincón del sur es un ejercicio arriesgado. Se corre el riesgo de caer en la simplificación que achacamos a quienes, desde allí ,llegan hasta Almería para buscar bajo los invernaderos el lado oscuro que acompaña siempre a cualquier realidad. Pero la situación catalana es tan inquietante que no voy a resistir caer en la tentación.
No, no; no dejen de continuar leyendo. No voy a aburrirlos con argumentos sobre la quimera secesionista; para eso está ya la orden de predicadores de Madrid y Barcelona. Voy a buscar un perfil en el que nadie (o casi nadie) de estos militantes del púlpito televisivo o de la columna periodística ha transitado desde que ocurrió la tragedia del 17 de agosto en las Ramblas.
Desde aquella tarde de odio y dolor solo se han escuchado opiniones alabando el trabajo de los Mossos que intervinieron en las operaciones. Este cuerpo policial fue puesto, desde aquel día y hasta hoy, como ejemplo de eficacia y diligencia. Todo han sido homenajes y a sus dirigentes se les ha convertido en santos laicos a los que habría que beatificar en una futura república catalana. Y, la verdad, no sé por qué.
Que un cuerpo policial no sea capaz de detectar las entradas y salidas constantes de un grupo de marroquíes en el chalet de Alcanar; que cuando se produjo la explosión no barajaran más hipótesis que la de un suceso ordinario relacionado con el tráfico de drogas; que no dejaran entrar a los Tédax de la Guardia Civil, mucho más expertos que ellos para analizar explosiones y las causas y consecuencias que provocan; que tardaran casi una semana en descubrir los restos humanos de dos personas entre los escombros; que teniendo acorralado en un viñedo al autor de la masacre de la Rambla no encontraran más solución que abatirlo, cuando debían de saber que un terrorista detenido es siempre más valioso que un asesino muerto; que su máximo responsable policial mintiera negando una información de la CIA para luego admitir su existencia; que, después de estas y otras situaciones inexplicadas, los medios de comunicación y todos los partidos hayan coincidido en elevarlos a los altares produce escalofrío intelectual y, más, cuando se comprueba que, en lo único que ha habido unanimidad desde que sucedió la tragedia, ha sido en el reconocimiento a una eficacia que, aunque no ha sido discutida, es más, mucho más que discutible.
Decía Heráclito hace dos mil quinientos años que nadie se baña dos veces en el mismo río y esa afirmación del filósofo de Efeso hay que tenerla siempre en cuenta para huir de las comparaciones odiosas. Pero toda regla tiene su excepción y yo voy a recorrerla en este tema: ¿se imagina el lector cuál hubiese sido la reacción de los partidos -de todos los partidos menos el del gobierno- y de los opinadores oficiales del reino si, en vez de ser los Mossos los que ignoraron lo que ocurría en Alcanar, tardaron tanto en encontrar los restos humanos entre los escombros, mintieron a los ciudadanos o mataron al autor material de la matanza cuando estaba acorralado y sin posibilidad de escapar, se imaginan, digo, si en vez de ser los Mossos al mando del Major Trapero, hubiese sido la Guardia Civil o la Policía Nacional los protagonistas de tan discutible operación antiterrorista?
Apuesto diez contra uno a que ya se habría celebrado un pleno del Congreso para analizar lo sucedido, la oposición habría pedido una comisión de investigación y, por supuesto y antes de todo, hubieran desarrollado una campaña por tierra, mar y aire pidiendo la dimisión del ministro del Interior y del presidente del gobierno por los errores cometidos.
No ha sido así. Las dudas razonables se convirtieron, por decreto, en certezas y nadie ha tenido la valentía de reflexionar sobre lo ocurrido. Definitivamente el delirio se ha adueñado de muchos catalanes. Y de políticos y medios de comunicación españoles y catalanes, la ley del silencio, también.
Cuanta impostura y cuanto delirio. Pero, sobre todo, cuanta cobardía interesada.
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Pedro Manuel de la Cruz