Lo acaecido en Cataluña el 1-O es el resultado de la incapacidad de un gobierno sin cintura, debilitado por la fragmentación política y por la corrupción, y enrocado en un círculo de dialelo de traza espuriamente kelseniana que ha venido dando poco margen de actuación a una provocación gravísima ideada con un planteamiento sobrevenido nacional-populista. Los despropósitos y los exabruptos verbales del presidente y de determinados ministros en los últimos años han ido alimentando irreflexivamente la hoguera del independentismo hasta crear una fractura social insoportable de consecuencias presumiblemente irreversibles en muchos aspectos.
En el otro extremo nos encontramos, como advertía Toynbee, con el agrio fermento del vino nuevo de la democracia en los odres viejos del tribalismo (sic): el nacionalismo. Es decir, una propuesta llena de atajos, sin garantías, inconsecuente, irreverente, irresponsable y en clara búsqueda de su mentira primordial (la proton pseudos) para reforzar el mito político de la independencia y de la latencia de la República catatalana. El 1-O, a mi juicio, fue la puesta en escena de un pueblo que amanece en forma de sujeto político, en forma de multitud negriana, o en forma de pueblo laclauninano, da lo mismo, ante la incapacidad del Gobierno y del Estado españoles de crear un relato integrador, mucho más orgánico y menos mecánico, por utilizar los términos de Tönnies, que entusiasme a los catalanes y los alinee con un proyecto político común y emancipador para el conjunto de España.
Con este planteamiento, a este Gobierno deslegitimado, que ha renunciado explícitamente a un diálogo sincero y abierto, no le quedaba otra opción que la aplicación del artículo 155 de la Constitución, pero no lo hace: básicamente por cobardía. Tan solo se le ocurre la opción más cutre: cortarle la luz a los catalanes para que no puedan votar, es decir, ir contra el operativo logístico de la convocatoria; y posteriormente hacer un despliegue policial espectacular, injustificado, represivo, provocador y desproporcionado contra una forma de expresión pacífica, sea o no legal, que ha dado la vuelta al mundo y ha contribuido a seguir fortaleciendo el sentimiento independentista. Los independentistas recurren al escudo humano, y al Gobierno, como pollo sin cabeza, solo se le ocurre ir “a por ellos”, sentimiento que se ha visto refortalecido con la “teatralizada” salida en misión de la Guardia Civil y de la Policía Nacional de distintos sitios de España, y, obviamente, con la emulsión de la derecha más radical, telúrica, casposa y folclórica.
Entiendo que, a pesar de todo el daño generado, todavía hay posibilidades para el diálogo; que hay mecanismos para la reconfiguración territorial de nuestro Estado, en la que cabemos todos; que se puede reconocer el problema catalán (y el vasco, y el andaluz, y el extremeño…) sin que nadie pierda la dignidad, escuchando, sin fundamentalismos y sin un lenguaje esencialista: sin totalismos ni totalitarismos. Lo he dicho siempre: nos hubiéramos podido ahorrar todo este problema y esta fractura social si se hubiera reconocido el problema catalán y si se hubiera convocado a tiempo, sobre todo antes de cada una de las barbaridades proferidas por el ex-ministro Wert y posteriormente por el inmovilismo del Gobierno y de la derecha española, un referendo con garantías, con transparencia, y con posibilidad de hacer campaña tanto a favor del sí como del no. Los políticos catalanes han sabido convertir un problema político en un problema social, y este Gobierno ha sido el acelerador y el colaborador necesario para que produjera el escenario que todos queríamos evitar. Y, por supuesto, para la aparición de un nuevo sujeto político.
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