Dice Miquel Iceta, el líder del Partido Socialistas Catalán (PSC) aludiendo a la conveniencia de votar el 21-D al partido del que es candidato, que sería bueno llegar lo más reconciliados posible a la Navidad, a fin de tener la fiesta en paz con los cuñados. Se equivoca: con los cuñados, esas extrañas e irreductibles criaturas, no es posible la fiesta, y mucho menos alcanzar la paz.
Iceta, que pretende dar un tono humorístico, inteligente y relajado a una campaña que más parece, por el furor de los contendientes, una campaña militar, recibe cada día los peores insultos, o así se lo parecen a quienes se los propinan, pero, en éstas circunstancias, sorprende el silencio corporativo de los cuñados.
No hay que fiarse, pues, simplemente, acechan su ocasión, aquella en la que, sin venir a cuento y enarbolando uno de esos langostinos navideños de incalificable textura, se le lanzan a uno a la yugular negando el cambio climático, la propiedad aragonesa del tesoro de Sijena o que Puigdemont se diera la fuga con más miedo que vergüenza.
No conozco en profundidad a los cuñados catalanes, pero presumo que, más o menos, deben ser como los cuñados de todas partes, unos seres susceptibles y excitables que se creen en la obligación de dar todo el rato señales de vida, y las dan. Claro que en el caso de los cuñados catalanes, y esto es lo que peor lleva Iceta, se da la infernal variable de la bronca independentista o antiindependentista, dependiendo del cuñado. Uno da igual lo que sea, lo que piense o lo que diga, pues el cuñado siempre le dará la réplica desabrida, plasta e innecesaria.
Gane quien gane en las elecciones autonómicas del 21-D, ni los catalanes llegarán reconciliados de súbito a las cenas navideñas, ni los cuñados permitirán que éstas discurran en paz. Lo único que puede hacerse, aparte de no asistir a ellas ni a aquelarre alguno en los participen cuñados, es evitar el contagio y procurar no convertirse uno, a su vez, en un cuñado.
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