El asesinato de 48 mujeres en lo que va de año debería alarmar no solo a los representantes de los estamentos políticos, judiciales y policiales, debería alarmar a los ciudadanos, a todos sin excepción, porque todos estamos expuestos a que una hija, una hermana, una vecina, una amiga, usted misma, esté sufriendo violencia domestica mientras lee este artículo.
Un problema que no se resolverá mientras la sociedad no tome conciencia de la gravedad del asunto. Mientras los partidos del arco parlamentario no se pongan de acuerdo en aprobar leyes educativas en las que sea prioritaria la educación de igualdad de género desde la más tierna infancia. También programas que enseñen a las familias a detectar actitudes que favorecen el maltrato y la violencia.
Quienes crecimos en plena dictadura y educados durante la Transición, pensábamos que con los logros obtenidos -educación universal, igualdad de derechos de hombres y mujeres, etc-, las generaciones venideras serían diferentes, y nos mirarían a las mujeres con otros ojos. No ha sido así. El fracaso se debe, creo, a que no se ha insistido lo suficiente en educar a los chicos y a los chicas en el respeto, en la igualdad de género. Y no lo ha sido porque ser mujer todavía penaliza. Penaliza porque ganan menos desempeñando los mismos trabajos, porque el paro es mayor entre las mujeres, porque la belleza sigue siendo muy preciada en detrimento de la inteligencia y porque se ha demonizado a las feministas, a las que una parte de los ciudadanos no ha dudado en presentar como resentidas, feas, marimachos. Reconforta ver que tras las denuncias por acoso o por violaciones como la llevada a cabo por los miembros de La Manada, las jóvenes se han movilizado. Ojalá el nuevo año nos traiga más solidaridad con las víctimas, con sus hijos, con sus familias, a las que con demasiada frecuencia olvidamos.
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