Cuando en el anochecer del aquel domingo catorce de febrero de 1988 José Luis Martínez me comunicó su propuesta para dirigir La Voz en el VIP de Velázquez esquina a López de Hoyos y frente a un plato combinado de pollo asado (él siempre tan austero), detuve a media asta el tenedor enrollado de espagueti y le dije que No.
- En la redacción tienes algunos periodistas mejores y más experimentados- le argumenté con sinceridad y le di un nombre.
Apenas había traspasado la frontera de los treinta y su ofrecimiento se me antojó entonces y me siguen pareciendo ahora más cercano a la quimera de un temerario Einstein del periodismo (su parecido físico con el científico alemán es portentoso), que a la sensatez que se espera de un editor. No se inmutó.
-Si no aceptas- me respondió-, allá tú; nombraré a alguien de Madrid.
- Si es así, déjame que lo piense.
-Tienes hasta mañana.
Sabía dónde disparar y lo hizo a quemarropa. Nunca he sido un patriota de fanfarria y quincalla, pero después de dos años de conversaciones eternas sabía, bien que sabía, de mi alergia por el periodismo ilustrado madrileño. Son todos tan listos que ellos, desde la lejanía, saben siempre mejor que los almerienses lo que necesita Almería.
Me levanté herido de la mesa. No quería un director, otro más, extramuros de Almería- ya había habido bastantes-y no había salida. Tras una noche sin dormir, a la mañana y frente a un café en su casa de Cea Bermúdez le dije que sí. Una semana más tarde, el sábado 20, el consejo de administración aprobaba su propuesta por unanimidad, aunque a regañadientes. Ni él ni yo éramos tipos de fiar para quienes aspiraban a pilotar la nave desde despachos más cercanos a la política que al periodismo. Llevaban razón.
Tanta como yo contundencia cuando, apenas veinticuatro horas antes de mi nombramiento, soporté con inesperada elegancia (no lo mandé donde el lector imagina todavía no sé por qué) la opinión no solicitada de un Director General de la Junta cuando, en el mítico Rincón de los Salteños de la calle Joaquín Peralta, me transmitió en un tono más allá de la soberbia su oposición a mi nombramiento. “Que te quede claro que nosotros- me dijo- no te apoyamos y que nos hubiera gustado otro director”. Le di las gracias por su aclaración (no solicitada) y, para que no se fuera de vacío, le respondí que su sinceridad obligaba a la mía: “Como no os debo nada comprenderás que ni vosotros tenéis derecho a pedirme nada ni yo obligación de haceros caso”. Desde aquel día nunca más volvimos a hablar. ¡Qué descanso!
Han pasado treinta años desde entonces y puedo decir que, desde aquel domingo en que firmé la portada por primera vez, no ha habido un director que haya gozado de más libertad que yo. Igual, puede haber muchos, pero más, sinceramente, no lo creo.
Tardé tiempo en descubrir el motivo de tanta libertad. Pero una tarde lo encontré. José Luis Martínez antes que editor y presidente del consejo de administración fue, es y será, siempre, periodista. Ahí estaba la clave. Y ahí está, también, el motivo de tantas reflexiones compartidas, de tantas discusiones, a veces acaloradas y siempre (bueno, casi siempre, que los dos tenemos faena) cediendo al argumento razonante antes a la visceralidad.
Durante todo este tiempo de palabras, por las páginas de La Voz ha transitado la vida. No somos un periódico; o no somos solo un periódico: somos el paño de la Verónica en el que los lectores ven dibujada, cada día, la geografía económica, social y emocional de una provincia que ha pasado de estar rodeada y separada por caminos de piedra a ser uno de los territorios con más kilómetros de autovías por habitante del país; de haber convertido el mayor desierto de Europa en un bosque de mas de treinta mil hectáreas bajo plástico; de no contar apenas con colegios e institutos a disfrutar de una Universidad que ya está y a pesar de su juventud- 25 años no son nada-situada en el ranking de investigación por encima de la media española; y también, y esa es la otra cara de la moneda, de la acumulación de déficit en infraestructuras productivas como el ave o el agua de los que depende el presente y el futuro.
Desde su nacimiento en aquel, por tantas razones y afortunadamente, lejanísimo 29 de marzo de 1939 este periódico que fue La Nueva España, Yugo y la Voz ha sido un elemento vertebrador de la provincia. Ese fue, es y será su objetivo y en esa razón de ser se sustenta en los 79.000 almerienses que, según el último Estudio General de Medios (EGM) nos leen cada día. 80 años desde su aparición por primera vez en las calles almerienses de los que nos sentimos orgullosos. Con sus claroscuros, con sus virtudes y sus errores, pero, siempre, formando parte y reflejando el paisaje vital de esta provincia.
El miércoles todos los que hacen posible que la Voz vaya al encuentro cada mañana de los almerienses tuvieron la generosidad, impagable por mí, de conmoverme con una fiesta sorpresa. Me obligaron a cantar- siempre Sinatra, uno de mi particular santísima trinidad laica junto a Pavarotti y la Callas, ya saben-y a hablar. Y allí, flanqueado por un navarro sensible y un mañico cabal, por mi familia, mis compañeros y mis amigos les confesé el secreto de estos treinta años de felicidad: desde aquella mañana en que la portada de este periódico apareció firmada con mi nombre no ha habido un solo día, ni uno solo, que no haya llegado a la redacción con la ilusión de aquel primer día y con la convicción de que lo mejor que tenemos los almerienses es que, aunque nadie nos puede dar lecciones de nada, siempre y en cada minuto estamos obligados a aprender de todos.
Han pasado treinta años y cada día pienso que lo mejor está por llegar. Para un periodista, corresponsal en su pueblo o director (yo viví lo primero y vivo lo segundo) el ayer comienza cuando arranca la rotativa y el mañana no termina nunca. Y eso se lleva en el alma y nos hace felices.
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