Desde pequeña Dolores sintió una irresistible atracción por los libros. Veía en sus páginas el mundo fascinante en que se dibujaban con palabras todos los caminos hacia el conocimiento. Persiguió con decidida ilusión hacer realidad su vocación pero pronto aprendió que aprender en aquella geografía interminable de palabras no iba a ser posible. Nacida en una familia situada extramuros de cualquier posibilidad económica que facilitara llegar más allá de la lectura y las tres reglas, estudiar una carrera se le antojaba- y con razón-, quimérico. Lo asumió con resignación. Con esa resignación inconsolable y laica de quien sabe que la felicidad soñada no está en el más allá, pero, tampoco, en el más acá.
Su padre siempre lo supo. Dolores quería estudiar pero él, que hubiera dado la vida por hacerla feliz, no podía vencer aquel imposible de entonces para una niña que apenas comenzaba a dejar de serlo. En aquella posguerra de derrota en las calles gélidas del corazón y braseros aventados en las aceras, una mujer estaba condenada a pasar eternidad de las tardes de invierno entre el permanente desamor radiofónico de la copla- los andaluces somos un pueblo que llora cantando- y el bordado y el punto de cruz. “Dolores te estás equivocando- le dijo una tarde Sor Rafaela, la superiora del convento al que pagaba cincuenta pesetas al mes por aprender a ser una buena ama de casa y a escribir a máquina-: A ti te gustan más los libros que la aguja; qué lástima que no estudies”. La monja sabía lo que decía y porqué lo decía.
Cuando el padre de Dolores intuyó la herida irremediable de la muerte reunió a sus dos hermanos y solo les pidió una cosa: “Solo quiero que cuidéis a vuestra hermana más que a la Virgen”. Creo que en aquella primavera adelantada de 1970 en la que dio su adiós a la vida sabía que nadie iba a romper su deseo.
El tiempo pasó, llegó el matrimonio con el novio del que siempre estuvo enamorada y llegaron los hijos. Cuatro varones. Mientras que su marido trabajaba de sol a sol moviendo y llevando arena, ella gestionó la economía doméstica, cuidó a su marido, mimó a su madre en la enfermedad, educó a sus hijos y, cada anochecer, sacaba tiempo para inculcarles la pasión por el estudio que ella no había podido consumar. Salió victoriosa en el empeño. Ella no había podido estudiar una carrera, pero sus hijos le regalaron cinco: Dos carreras de Derecho, una de Periodismo, una licenciatura en Educación Física y otra en Enfermería. Todo se había consumado.
¿Todo? No.
Cuando los hijos comenzaron a volar a Madrid, Almería y Melilla para culminar sus estudios, aquella lejana frustración adolescente aún seguía viva. Había pasado media vida preocupándose por los demás y le había alcanzado el tiempo de preocuparse por ella. Sin apenas estudiar, a los casi cincuenta años, sacó el Certificado de Escolaridad, aprobó la prueba de Madurez- le tocó la generación del 27, a la que conocía de memoria de oír hablar en aquella casa de derrotados de aquellos poetas de la derrota- y estudió auxiliar administrativo en el turno de noche en un instituto al que su marido, después de trabajar con el camión, la llevaba y la recogía para que no recorriera sola los dos kilómetros que la separaban de casa. Con cincuenta y dos años aprobó unas oposiciones y comenzó a trabajar en El Ejido, Almería, Lorca, Serón, Águilas y, por fin, Huércal Overa, donde permaneció más de diez años en el servicio de admisión y Urgencias del hospital de la Inmaculada. Al final le llegó el momento amargo de la jubilación. Quiso prolongarla y lo consiguió. Se jubiló con 67 años y todo el dolor de su corazón. Había llegado tarde a su realización profesional y aún le quedaba intacta la ilusión de aquel primer día de 1993 en el que, con su primer trabajo, alcanzó un sueño tan largamente esperado.
Dolores es mi hermana Loli y el miércoles firmó el editorial de La Voz exigiendo la igualdad de las mujeres por la que ella lleva luchando toda su vida. Tu sí que has sido una ilustrísima señora trabajadora.
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