Aciertan de pleno los que, con cierta melancolía, se quejan a veces del impulso conservador de la muy noble, muy leal y decidida por la libertad ciudad de Almería. Y no me refiero tanto a la orientación política del voto. Estoy pensando en ese gusto por lo inamovible y en la constante prevención ante el cambio que supone lo nuevo. Y eso, más que una seña de identidad, es un factor limitante incompatible con cualquier forma de futuro. Ejemplos de lo que digo son muchos y bien recordados. La llegada del Pryca, la peatonalización de algunas calles en el centro o la creación del carril bici fueron motivo de sonado duelo y quebranto coral por muchos almerienses que, en cada uno de esos casos, interpretaron que se les acercaba un apocalipsis personal que quisieron trasladar, cada uno por su motivo, al conjunto de la ciudad. Pronósticos fallidos en todos los casos, porque el tiempo ha demostrado que esos cambios han resultado positivos para una ciudad que, a veces, parece empeñarse en seguir a rajatabla el estribillo de aquella canción, “Lulú no crezcas, no cambies jamás”. Valga como colofón del capítulo de lamentos acompasados el caso que me recordaba ayer un amigo, con el que comentaba -con estupefacción compartida y retrospectiva- la amarga llantina con la que se saludó en Almería el anuncio de obras en la Rambla, porque eso significaba la pérdida de las frondosas moreras de las que tanto comían los gusanos de seda que los niños criábamos en cajas de zapatos. Capulladas, y ustedes disimulen, las ha habido y las seguirá habiendo si el buen Dios no lo remedia. Pero mientras tanto, permítanme decir que centrar el desarrollo de un proyecto de la entidad de la nueva Plaza Vieja en la ubicación de veinte ficus, no es sino querer mirar al futuro con el desenfoque de esa nostalgia que nos condena a vivir en una Almería atrapada en su propio recuerdo. Volver a los diecisiete.
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