Los daños colaterales del caso Nóos

Rosa Villacastín
00:30 • 15 jun. 2018

Viendo a Iñaki Urdangarin saliendo de los juzgados de Palma portando la notificación de su ingreso en prisión, no pude por menos que pensar en sus hijos, Juan, Pablo, Miguel e Irene, y sentir una inmensa tristeza, ante el panorama que se les presenta a partir de que su padre ingrese en prisión. Una situación para la que llevan preparándose psicológicamente todos ellos desde mucho antes de que la justicia le considerara culpable de prevaricación continuada, malversación, tráfico de influencias, fraude a la Administración y dos delitos fiscales, por los que deberá cumplir una pena de 5 años y 10 meses.


Una condena que sus hijos, cuatro adolescentes, llevan cumpliendo desde que salieron de Washington para instalarse en Barcelona, de donde también tuvieron que huir porque el aire ya se les hacía irrespirable. Era como si una losa les hubiera caído encima, destruyendo todo lo que había a su alrededor: amigos que dejaron de hablarles, compañeros de clase que les señalaban con el dedo como si fueran unos apestados, paparazzis que les seguían allí donde iban y, lo peor de todo, verse apartados de su propia familia materna por imperativos que difícilmente unos niños pueden entender, tratándose como se trata de sus abuelos, de sus tíos, de sus primos. Las raíces sobre las que se sustentaba su vida se hundieron bajo sus pies cuando más necesitaban un beso, un abrazo, el afecto y comprensión de los suyos, que sí reciben de los Urdangarin, que ante una situación como esta, han respondido abriéndoles las puertas de sus casas, cuidando de su estado de ánimo, intentando arrancarles una sonrisa en medio de las lágrimas, siendo los únicos que han respondido como se espera que respondan unos padres, unos hermanos, unos tíos o primos. Pero, claro, ellos son gente normal, no expuesta en el escaparate, ni depende del estado de ánimo de la gente para que les perdonen sus pecados.


Me consta que tanto la Infanta Cristina como Iñaki Urdangarin, han hecho todo lo que estaba en su mano para mitigarles a sus hijos el duro calvario que están viviendo y que no acabará cuando se cierren las puertas de la cárcel donde ingresará Iñaki Urdangarin en las próximas horas, no. De que no encuentren un momento de tranquilidad se encargarán quienes les odian sin haber cruzado una palabra con los cuatro adolescentes, sin saber si son sensibles y si sus visitas a los psicólogos, les ayudan a olvidar el infierno en el que se ha convertido su vida y la de su familia.



Comprendo y comparto el enfado de la gente al descubrir cómo unos pocos privilegiados dilapidaban el dinero público y cómo, mientras la mayoría ha tenido que apretarse el cinturón hasta dejarles sin respiración, otros se daban la vida padre a base de mentiras y trapicheos. Lo que no entiendo es que haya gente que se va a la puerta de los juzgados a gritar, a insultar, a apedrear si pudieran, a quienes ha condenado ya la justicia.


Y no lo entiendo ni comparto porque no es eso lo que se espera de una sociedad adulta, una sociedad que ha sabido enfrentarse a los demonios de la política con inteligencia, una sociedad que ha sabido perdonar crímenes horribles, como los que tuvieron lugar el 11M en Madrid, una sociedad que sigue votando a los corruptos solo porque son de los suyos.



Y con esto no quiero quitar importancia a los delitos monetarios, ni mucho menos a los que ha cometido Urdangarin, pero sí me molesta esa imagen que estamos dando de violencia, de agresividad, de todo lo que el ser humano puede llegar a hacer o a decir, cuando se deja llevar por las vísceras en vez de por la razón.




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