En este tiempo de mudanza, en este trasiego de idas y venidas, de encuentros y reencuentros vacacionales con gentes y paisajes, con divertimentos y entretenimientos, hay quienes hallan una suerte distinta de sentir y vivir, un modo peculiar de reconstruir su propia vida a través de las imágenes y retratos del álbum que ofrece cualquier página de un libro, si es de papel mucho mejor. El vértigo al que nos abocan algunas actividades profesionales nos lleva a carecer del espacio y del tiempo necesarios para poder bucear en nuestro interior, a la par que nos priva de los indescriptibles placeres de viajar de forma estática. Meses atrás, un viejo y fiel amigo, a la par que compañero de oficio, encontró en su arsenal personal de objetos y cosas olvidadas un ejemplar de “Conversaciones en la catedral”, de Mario Vargas Llosa. Ojeó las primeras páginas, en una de las cuales se enfrentó a la dedicatoria en sepia: “A nuestro entrañable amigo, paparazzi de Castilla, en el día del patrón, con nuestros mejores deseos.” Recordó entonces la huella devoradora del calendario y a los autores de aquella sencilla anotación. Han pasado treinta y tres años. No era el primer libro que retaba el veterano fotoperiodista, pero si uno de la última hornada con la que se ha percatado de la capacidad transportadora y vital que posee la Literatura, en general, y la lectura en particular. Imbuido en una entrega casi religiosa a su oficio, apasionado del mismo, nunca reparó en la necesidad imperiosa de ralentizar la actividad cotidiana, por otra parte imposible de desligar de su propia existencia; jamás pensó en detener el frenético ejercicio que le había abierto tantas puertas y se dejó llevar por la corriente inevitable de la actualidad y la información que sí le permitía echar un vistazo a titulares e instantáneas y atender esporádicamente el dial de su inseparable receptor radiofónico.
La imparable rueda del tiempo giró y giró, las hojas del calendario cayeron progresivamente a mayor velocidad hasta que un día, no por conocido deseado, el reloj laboral se detuvo inexorablemente. El experto coleccionista de imágenes se adentró en la placentera, aunque no fácil, tarea de mirar a través del objetivo de los renglones y líneas de otros retratistas de la realidad y de la ficción. La colmena personal que había tejido durante unas cuantas décadas comenzó a llenarla con las mieles de las experiencias viajeras de su mente.
A tan enriquecedor panal llegaron numerosas obreras y alguna que otra reina con su dulce néctar de toda clase de títulos y de autores: Pierre Vilar, Juan Goytisolo, Hemingway, Orhan Pamuk, Almudena Grandes, Henry Miller, toda la Generación del 98, José Saramago y un sin fin de nombres que con verdadera ansiedad el aguerrido retratista de las últimas décadas busca al azar en las viejas librerías que aún perviven en su ciudad. El reloj del tiempo apeó del veloz tren del fotoperiodismo a este nuevo viajero del tranvía de la vida impresa que generosamente regala emociones, proporciona vivencias y obsequia experiencias de incalculable valor. Acomodado en la particular butaca de sus aposentos, el hurgador del papel ha quedado atrapado en las innumerables historias que desgrana a diario con voracidad inusitada, historias que le sumergen en un permanente viaje interior al que ha quedado asido con tanta intensidad que le es imposible prescindir de su billete diario para recorrer tan prolongado trayecto. Un itinerario íntimo que le conduce a una nueva dimensión, la de la vida entre vidas.
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