La Navidad es un estado de ánimo, familiar, sin duda la fiesta más universal y entrañable: desde los bebés hasta los tatarabuelos celebran, en esencia, la bondad, en un ambiente quizá artificial, de alegría, inducido por el consumismo, hasta el extremo de que se ha convertido en la celebración del comercio y de los abuelos: no cenar en la casa familiar parece como si tuviera algo de traición: hay que conservar la tradición. Y se conserva... menos yo este año, en que será el abuelo –yo- quien, feliz, la viva en casa de los nietos. Como en la clásica película de Summers “todo el mundo es bueno” en Navidad, tal vez, el único periodo casero del año, en el que, quizá –no tengo modo de comprobarlo- la gente hable cara a cara, se acaricie, se bese y los maléficos artefactos electrónicos de comunicación estén apagados unos minutos.
Es, sin duda, la fiesta de los tópicos buenos, aunque, claro, en el ambiente de esa –en casos- inducida, saturada y teatralizada concentración de amorísimo familiar quizá haya familias que aprovechan para ajustar cuentas y, si se tercia, matarse vivos esta noche, cuando se reúnen la tía Gerundina, la de Monforte de Lemos y el primo Jordi y sus hijos, los de Palafrugell, al calor de la casa de la abuela en Villanueva del Pardillo.
Pero seamos pacíficos. Cuando echo la vista atrás de mi ya no corta vida, compruebo los cambios sufridos por la Navidad, desde aquella de mi infancia, modesta y entrañable en la hermosísima Berja, que se iniciaba oficialmente con el sorteo del Gordo, que seguíamos con la vieja Marconi, que conservo, cuya antena de cobre cruzaba el techo del cuarto de estar y nos divertía -éramos niños- estar atentos al iuuu-iuuuuu del ojo mágico que afinaba el sonsonete del “3.528, cien mil pesetas” del Gordo. Y, por la tarde, nos echábamos a la calle en pandilla cantando villancicos y pidiendo el aguilandillo y visitando las casas –“esta casa es de madera / y las vigas son de oro / y a la gente que hay dentro / yo la quiero y yo la adoro”- en un periodo que acababa con los siempre generosos Reyes Magos. La Navidad, en Berja, era felicidad.
En los primeros años 50, cuando dispusimos de coche, pasábamos esos días, yo, de niño salvaje en el cortijo, Fuentenueva, que mi abuelo Juan José tenía en Antas: cazaba pajarillos –que, luego, nos cenábamos; se me ponen, ahora, los pelos de punta- con la escopeta de balines y, a veces, me dejaban los mayores, mi abuelo y tíos, salir a cazar con ellos con hurones... -¡que feos eran, Dios!- que llevábamos en una especie de cenachos de pleita, y la noche previa, recargar los cartuchos –aquél olor, más dulce que acre- con una máquina que me gustaba mucho, limpiar los cañones de las escopetas con la baqueta y, antes, por la tarde, tirar al plato, mi madre detrás del tronco de una higuera y la escopeta delante, para que no la tirase el retroceso… Todo impregnado en el olor a leña de la chimenea de las casas y del horno de Melchor en que cocíamos el pan que amasábamos en el cortijo y que duraba luego, blanquísimo, muchos días. Todo ello, claro, hoy resulta impensable.
Después, ya casados Anna María y yo, alternábamos las Navidades entre su Nápoles natal y Aguadulce, en casa de mis padres. Y nunca, ¡jamás!, he vivido el alma de la Navidad como en Nápoles, la patria del Belén: tan es así que en Ischia, la hermosa isla verde, había un señor, Cósimo, que durante la Navidad no podía vivir en su casa porque hacía un belén que la ocupaba entera e invitaba a sus paisanos a visitarlo. ¡Qué hermosos días, en el dédalo de los vícoli y en la calle de San Gregorio Armeno, donde están los mejores artistas de figuras de Belén del mundo! Y los zampognari, con las zambombas, subiendo a las casas vestidos de pastores… Por no hablar de la Nochevieja, en que desde los balcones se lanzaban a la calle los trastos inservibles y, de casa a casa, se abría fuego graneado de cohetes y petardos.
Y me quedan dos Nochebuenas exóticas, en que traicioné el ambiente familiar, y las pasé en Cuzco, –“el ombligo del mundo”- en Perú, y en Chimpalcingo, la capital del violentísimo Estado mejicano de Guerrero famoso, paradójicamente, por la exótica Acapulco.
La mejicana de Chilpancingo –un poblachón destartalado, que vive del narcotráfico, donde se firmó la independencia mejicana- fue una Nochebuena extraña, pero una buena noche, eufóricos por el triunfo del torero Ruiz Manuel la víspera en la apabullante Plaza monumental de Méjico, que celebramos con una cena taurina donde dimos cuenta de un en absoluto navideño filete -excepcional, eso sí- no recuerdo si con patatas, y sin vino, postre ni champagne. Sí recuerdo, en cambio, haber bebido una cerveza llamada “Nocheybuena”. Probablemente, lo único que la recordase: ni luces, ni árbol, ni belén, ni villancicos.
Y, para colmo, la cena derivó en filosófica: “El Glison”, excéntrico torero mejicano –ingeniero agrónomo, orador, marino, poeta, viajero, payaso de rodeo, etc.- con el que toreábamos al día siguiente en esa plaza, se interesó en saber qué opinábamos los españoles sobre la existencia de Dios y del nacimiento de Cristo, tras confesarse, él, cristiano y apóstol del cristianismo en sus muchos viajes –aventurosos- por todo el mundo.
Y, en fin, la cena cuzqueña nada tuvo que ver con la torera mejicana: cenamos en familia, y los “Niños Manueles” y sus abuelas infundían una piedad infinita, doblados bajo pesadas cargas en los soportales de la catedral a varios grados bajo cero mientras el Obispo decía la homilía de la misa el gallo en un quechua opaco.
Y me queda la Navidad de este año, que estoy viviendo en Madrid, por razones médico/familiares que se alargarán, tal vez, lo que se alargue mi vida, sometido a un tratamiento -la novedosa inmunoterapia ha fracasado, por lo que he empezado con la quimio clásica- contra un cáncer canalla que apareció de sopetón y que me obliga a vivir acompañado y, como mis hijos y nietos viven aquí, en Madrid estoy, un poco conventual, pero gozoso, entre el hospital y la casa de mi hijo –mañana, sin embargo, el anfitrión será el felizote Alejandro, que crece- cálida y acogedora, mi portal de Belén, a la espera ilusionada de que todo mejore y me permita recorrerme el Madrid gozoso de los bocadillos de calamares... y de pecar con gula.
A mis compañeros de lucha contra el cáncer, ¡ánimo! Todo es posible. Y les hago una sugerencia: si la Navidad es nacimiento, convirtamos en nacimiento cada uno de los días de nuestra vida y no sólo la de mañana: hagamos, aunque no sea fácil, que el corazón deje de tener razones que la razón no entienda.
Creo que ni en el trance de la muerte posible puede perderse la dignidad. ¡Querer es poder! Y en esas estoy: en ser íntimamente feliz sin cábalas ni malos pensamientos de futuro. El futuro, todavía no existe. No puede amargarnos, pues. Vivamos felices, hasta emborracharnos, el carpe diem, el ahora.
¡Feliz Navidad!
¿Nos animamos, todos, a ser felices?
... Cristo nacerá. Y, con Él, la vida.
Soy feliz.
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