Las noticias se agolpan y unas sepultan a otras. Abriendo informativos, el angustioso rescate del pobre niño Julen, alternando con los desmanes de los taxistas en huelga no siempre pacifica en Madrid y Barcelona; y, para remate, Venezuela. Con ese tsunami informativo difícil es hablar de la importancia de Davos, por la reaparición de un presidente de Gobierno español tras nueve años de ausencia; o de la descomposición de Podemos, que amenaza alianzas para los ayuntamientos y comunidades el 26 de mayo; de la convocatoria, por fin, de 1.400 plazas de investigadores, o de la última excentricidad de Carles Puigdemont: denunciar a la Mesa del Parlament catalán, o sea, a sus socios independentistas, ante el Tribunal Constitucional español del que tantas veces renegó. Recuerden las risas de Puigdemont, todavía en la Generalitat, mostrando divertido, enmarcadas, las comunicaciones del Tribunal Constitucional ante cualquier visitante. Un circo.
El año pasado en la elitista reunión de Davos el rey Felipe VI trasladó al mundo un mensaje de confianza en España como país, golpeada por el desafío secesionista catalán. Este año los asistentes a la reunión de las élites mundiales han descubierto que España tiene un presidente de Gobierno que habla inglés y francés y que es capaz de reunirse para buscar inversiones con los primeros ejecutivos de Microsoft, Arcelor Mittal, Booking.com, Facebook, Amazon Web Service, IBM y otros. Lo importante de Davos es lo que se cuece en los pasillos y en reuniones bilaterales. Pero apenas nada han dicho los medios españoles. Las escasas fotografías de la reunión se concentraron en los encuentros con presidentes latinoamericanos y europeos a propósito de la crisis de Venezuela. Los acontecimientos en Caracas se viven en España como un asunto interno, algo que no sucede con cualquier otro país. Estamos más cerca que nunca del final del régimen de Nicolás Maduro pero Rusia le compra petróleo y posición geoestratégica frente a Washington, a cambio de perdonar su abultada deuda externa.
La capacidad de los partidos políticos españoles para dividirse es proverbial. Hay dos almas en el PP, la de Casado “que es un Aznar rejuvenecido con lifting”, según Alfonso Guerra, y la del centro derecha de Mariano Rajoy, en retirada; enfrente un PSOE de Pedro Sánchez en ascenso, al menos mientras gobierne, y una vieja guardia que se reencarna en Susana Díaz, García Page y Lambán, como barones regionales en relativa decadencia; vemos al independentismo catalán cada vez más fragmentado y sin horizonte; y encima implosiona el magma de Podemos, primero por la salida de Iñigo Errejón, después por la súbita retirada de Ramón Espinar, que deja la organización madrileña descabezada, y, por último, por la petición a Pablo Iglesias de once líderes regionales de que acepte algún tipo de recomposición con Errejón. Se verá.
Todo eso sucedía mientras Madrid y Barcelona estaban tomadas por legiones de taxistas enfurecidos, algunos lamentablemente violentos, contra la competencia de los VTC. Las autoridades municipales, autonómicas y estatales se han ido pasando la patata caliente de unas a otras sin capacidad, ni iniciativa, para resolverlo. De esta huelga quedarán frases antológicas de los lideres del taxi tales como “en Fitur no va a entrar ni Dios”, o “que tengan claro que la pasta no entrará en Fitur”.
Brillante y certera premonición ésta: en Londres y Berlín, capitales que compiten con Madrid por albergar la más influyente feria mundial del turismo, agradecen a los taxistas su intransigencia. Vale eso para el Mobile barcelonés.
Y para remate, Venezuela. Ocho días de gracia a Maduro para convocar elecciones limpias y respuesta a Sánchez de que las convoque él en España, para delirio de la derecha local, “madurista” por unos minutos. El “presidente encargado”, Juan Guaidó, tiene cada vez más cerca la apertura de una transición política y ofrece amnistía para los militares y para el propio Maduro. Hay esperanza.
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