“Todo se acaba a las tres de la tarde del 22 de Febrero de 1939”. Así comienza el libro “Los últimos caminos de Antonio Machado, la última publicación del hispanista Ian Gibson sobre el último viaje de Antonio Machado en su huida definitiva de una España desgarrada, herida de muerte en sus entrañas y sumida en la tenebrosa y cruenta oscuridad de la dictadura. Un régimen que, pese a la inexplicable justificación de algunos, dejó las cunetas de muertos, destrozó la convivencia, provocó el exilio de cientos de miles de españoles y germinó las dos Españas que, aún hoy, parecen subsistir.
La conmemoración, durante estos días, del ochenta aniversario de la dramática muerte en el exilio del emblemático poeta de la Generación del 98 ha encontrado un amplio eco, al coincidir con el vasto programa de la octogenaria conmemoración del exilio español, una oportunidad para el reconocimiento, la justicia, la reparación y la sutura de las heridas abiertas por la Guerra Civil. Una ocasión que no todos entienden de igual forma.
El aniversario del fallecimiento del inolvidable autor andaluz, tan triste y terrible, en el hotel Bougnol-Quintana de Colliure, en unas circunstancias extremadamente dolorosas –junto a la cama de su madre moribunda, quien tenía una predilección especial por don Antonio- trae a mi memoria el nombre de otro andaluz, Juan Díaz del Moral, notario de Bujalance y de Madrid, destacado intelectual que fue depurado por el Tribunal de Responsabilidades Políticas de la dictadura franquista y obligado a trasladarse a Caravaca de la Cruz.
Juan Díaz del Moral fue un adelantado de la historia social, cuyo trabajo está impregnado de una autenticidad de base, en palabras de Tuñón de Lara, que hizo señalar a su nieto, el desaparecido abogado Antonio Tastet Díaz que transcribiendo un mismo debate entre propietarios y obreros, donde Bernaldo de Quirós pone en boca de un campesino, al replicar a un patrono, la expresión “el sindicato tiene un azadón a la disposición de usted”, Díaz del Moral transcribe: “Y yo tengo una asá pa usté”. El éxodo de la Guerra también llevó a algunos familiares del notario cordobés represaliado al vecino país galo, en concreto a una de sus hijas, Eugenia Díaz, madre del referido abogado administrativista Antonio Tastet.
Poco antes de morir, el letrado me habló de la crueldad y el sufrimiento espantoso de aquellos episodios del exilio, de los que no fue ajeno el autor de Campos de Castilla y a sus tres familiares que le acompañaron hasta su último destino, en Colliure. El cruento trayecto hacia Francia dio pie al entrañable reencuentro de Eugenia Díaz, progenitora del prestigioso abogado, con su viejo profesor del Instituto Santísima Trinidad de Baeza, en la estación ferroviaria de Cerbére. Apenado, desmejorado y muy fatigado, Antonio Machado aguardaba junto a su madre, Ana Ruíz, en aquella gris y ajetreada sala de tránsito viajero, la llegada de su hermano José y de su esposa Matea, quienes se habían separado momentáneamente para que les tramitaran el visado.
La emoción dolorosa embargó a los protagonistas del encuentro, quienes pudieron compartir un último café con leche en la cantina de la estación donde los adioses del maestro y su antigua alumna hablaron para siempre. La madre del abogado, me contó su hijo, regresó a su tierra, y mientras vivió no pudo olvidar aquel último adiós “Hasta siempre, profesor”.
Pero el poeta y su madre no pudieron andar “ la senda que nunca se ha de volver a pisar” y quedaron sepultados en tierra extraña con el sueño de “estos días azules, este sol de la infancia”, el verso que José Machado encontrara en el bolsillo del gastado gabán de su hermano Antonio, “un hombre decente, un poeta cabalmente vinculado a la propia historia vivida”, según José Manuel Caballero Bonald.
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