A pesar de que el sol salía más tarde, aquella mañana amanecía más temprano. Llegaban en autobuses destartalados los más y en sus coches de cuarta mano los menos que ya habían logrado traspasar el umbral de la supervivencia. El barrio se convertía en un río de emociones al que yo asistía como espectador cobijado bajo la sombra de mi padre, al que todos saludaban con un afecto que entonces me parecía sincero y ahora, desde el recuerdo, conmovedor.
Faltaban ya pocas horas para la cena de Nochebuena y la placeta de san Antonio se llenaba de los padres de mis amigos que regresaban de Francia, Alemania, Suiza o Cataluña, lugares a los que todos ellos habían tenido que ir a buscar lo que en aquella España de grisura franquista se les negaba, dejando a sus familias en un territorio desolado de cariño, ausente de recursos y abundante de pena. Algunas de sus mujeres no sabían leer y en la pequeña tienda de mis padres encontraban la lectura de las cartas enviadas por sus maridos y, todas, el “fiao” con que alimentaban a sus hijos hasta que les llegaba la “paga” del extranjero.
A veces escuchaba desde la lejanía del juego las palabras que mi padre les iba leyendo sin entender yo apenas nada, quizá porque todas venían a decir casi siempre lo mismo: que se alegraban que a la llegada de la presente se encontraran bien; que ellos bien a Dios gracias; que cómo estaban los niños, que qué bien les iba en el trabajo, que los querían mucho; que les echaban de menos y que cuantas ganas tenían de volver a verlos. La escucha acababa siempre con un “gracias Manuel” en los labios y un brillo inconsolable en los ojos. Con el tiempo aprendí que las mujeres lloran las ausencias en silencio.
Han pasado muchos años desde entonces, pero siempre regreso a ese paisaje emocional de la infancia cuando, por cualquier motivo (¡y hay tantos!), la emigración se convierte en actualidad; quizá porque nunca debemos olvidar de dónde venimos para valorar mejor hasta dónde hemos llegado.
Aquella Almería en la que su principal y única industria era el exilio dolorido de la emigración es ya la imagen ocre de un pasado que nunca la nostalgia convertirá en mejor porque siempre fue peor, mucho peor. La prueba de esta certeza que no deja espacio a la duda es que, hoy, dos de cada diez almerienses son extranjeros. La provincia que tantos seres humanos obligó a salir extramuros de sus fronteras es hoy una de las que más buscadores de futuro recibe. Desee el Sur y desde el Norte, desde la otra orilla del Mediterráneo que nos separa cuando debería unirnos, o desde los Pirineos que nos separaron y hoy nos unen, en la provincia viven ya mas de 130.000 ciudadanos que (paradojas de la vida: lo mismo que nosotros antes), llegan a Almería a buscar lo que en sus lugares de nacimiento no encuentran. Marroquíes o ingleses, alemanes o subsaharianos han hecho de esta provincia el lugar donde quieren vivir.
Como en todo proceso de cambio -y, en el caso de Almería, esta realidad demográfica es, más que un cambio, una revolución-, la generación de desajustes o la creación de situaciones indeseadas ha sido inevitable. Nadie invierte el rumbo milenario de una realidad sin que se produzcan situaciones complejas y conflictivas. Pero aceptando la existencia de estas realidades, lo que no puede ocultarse es que esta “revolución demográfica” se ha producido, se está produciendo, no solo sin costes excesivos, sino con beneficios innegables y contrastados.
Las decenas de miles de trabajadores africanos, asiáticos y sudamericanos que trabajan en nuestra industria agroalimentaria han colaborado y colaboran a su expansión y consolidación. Las decenas de miles de europeos que han elegido la costa o el interior de la provincia como su primera residencia son un factor dinamizador incuestionable del consumo. Aunque suene extraño, en la provincia hay pueblos en los que los extranjeros superan ya en número a los autóctonos. ¿Esto es malo? Sin duda, no.
Es cierto que una realidad tan inesperadamente sobrevenida produce déficits asistenciales, incomodidades emocionales o incomprensiones culturales. Nadie dijo nunca que los avances no lleven aparejados un cierto pago de peajes. Pero el pago de estos peajes, a los que habrá de aprestarse a su reducción (eliminarlos nunca será posible) mediante la adopción de medidas que a ello contribuyan, siempre será menor que los beneficios que provocan. Así ha sucedido con todos los movimientos migratorios. Conviene no olvidarlo ahora que el aldeanismo vuelve a hacer sonar las campanas.
La Almeria del siglo XXI es distinta de la del XX, pero, sobre todo, mejor. En sus plazas ya no hay fiestas en las mañanas de Nochebuena para celebrar el reencuentro temporal con los ausentes. Pero tampoco vivimos ya aquellas madrugadas del día después de Reyes en las que nuestros vecinos volvían a subirse en aquellos destartalados autobuses o a sus coches de cuarta mano.
Siempre me sorprendió que aquellos hombres de mi barrio llegaban al amanecer y se marchaban en la penumbra de la madrugada. Con el tiempo aprendí la razón: en la noche los niños duermen y las lágrimas de las despedidas no se ven.
También comprendí con el tiempo por qué en la tumba de mis padres siempre había flores.
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